La Vanguardia

La muerte de un amigo

- Pilar Rahola

Nunca podré dialogar con la muerte, ni haré un intento de entenderla.

Vivo de espaldas, ajena a la implacable hacha que corta el hilo de la vida, como si su verdad inapelable no me interpelar­a, como si, al negarla, la venciera durante un tiempo aunque sea un engaño. Yo, que soy una yonqui del lenguaje y que intento poner razones allí donde hay incertidum­bres, y miedos, y dudas, no soy capaz de vertebrar ni las primeras palabras sobre la finitud. No sé cómo será la muerte propia, no pienso, pero sé que soy incapaz de comprender la muerte de los que amo, y cuando se van, me siento herida, rabiosa, rasgada por dentro, nunca más completa. No hay gramática, ni lenguaje, ni palabras que la expliquen. La muerte es una estafa.

Pero es una estafa persistent­e y cuando acumulamos años, nos ronda más de cerca, nos persigue, como una sombra funesta. Es entonces cuando acumulamos pérdidas.

Hoy, por ejemplo, la pérdida de un amigo querido, intenso, piel con piel, una de esas presencias que siempre ha estado y siempre tiene que estar, porque hacemos juntos el camino, porque así tienen que ser las cosas. Pero no, de repente una llamada inesperada, ¡qué dices!.., ¡si todo iba bien!..., sí..., cierto, el cáncer, pero estaba controlado, diecisiete años luchando, un supervivie­nte, un héroe de la vida, un resistente, y estaba bien, lo vi el otro día, hablábamos de los proyectos compartido­s, de la patria, que late y anhela, del libro que he publicado, que te lo he dedicado, Albert, pero léelo después, de cuando volverás a tu Bellver, de todo y de nada.… Y de golpe, no, ya no, un shock multiorgán­ico, lo han sedado, se va... Y el otro lado del teléfono me dice una cosa extraña que repica en el interior como si fuera un martillo de hierro, pum, pum, quebrando repliegues del alma: “Todavía respira, pero ya no está”. Está, pero no está, el pecho se mueve, el corazón late, la sangre riega la piel, pero todo es en vano porque ya se ha marchado, sin marcharse todavía. Y me quedo sentada en silencio, con el teléfono en la silla, supongo que mirando el horizonte, pero miro hacia adentro, intento retener los recuerdos, las últimas palabras, su mirada..., y entonces me doy cuenta de que ya estoy construyen­do la memoria, que mi amigo ya es memoria. Es entonces cuando la muerte me golpea, indiferent­e y fría. Albert ya no volverá, ya no hablaremos de nada, ni me enviará ese artículo que debo leer, ni el comentario de ánimo, ni el consejo que necesito, ya no me acompañará con el aliento de su estimación, su complicida­d. Y con su pérdida, a pesar de la mucha compañía, estaré más sola.

Creo que es de Epicuro la idea de que la muerte es una quimera, porque no existe cuando estamos, y cuando existe, nosotros ya no estamos. Cierto, y por eso mismo es tan cruel, porque no es la propia muerte la que vivimos, sino la muerte de los que amamos. Y es su pérdida la que nos derrota.

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