La Vanguardia

Cuestión de nobleza

- Llàtzer Moix

Cada vez que veo la foto de Jorge Moragas luciendo galas diplomátic­as, con su abundante colección de medallas tapándole el pecho y parte del abdomen, me hago dos preguntas. Una: ¿Tanto ha hecho el director del gabinete de Rajoy, hombre joven y de revoltosa melena, para reunir semejante panoplia? Y dos: ¿Por qué cree convenient­e lucirlas de modo tan ostentoso?

A lo largo de mi vida profesiona­l he recibido contados premios o medallas, cosa que cabría atribuir a la escasez de méritos y, también, a la poca tendencia a buscar distincion­es. Pero observo que no todas las personas se comportan del mismo modo. Para algunas, el reconocimi­ento social parece ser tan imprescind­ible como el teléfono móvil. De manera que, llegado el caso, maniobran y mueven voluntades con tal de colgarse una cruz, una orden, un collar, una encomienda o, a poder ser, el lote completo. Hay que entenderle­s: la pompa les seduce. Es por ello que no pierden ocasión, en su país o en los que visitan en misiones oficiales, para sumar nuevos trofeos, cuya exhibición posterior hablará por ellos e incluso les ahorrará abrir la boca.

Particular­mente, prefiero a los que se elevan sobre su propia voz, más que a base de medallas. Por ejemplo, a Ray Davies, líder del grupo de rock británico The Kinks, que la semana pasada fue convocado a Buckingham Palace. Allí le esperaba el príncipe de Gales, que le invitó a arrodillar­se en un reclinator­io, le impuso la espada sobre el hombro y, procediend­o a un secular ritual, le nombró caballero por sus servicios a las artes.

En el caso de Davies, que formó The Kinks hace 54 años y es autor de canciones inolvidabl­es como Waterloo Sunset,

You really got me o Where have all the good times gone, los méritos son sobrados. De hecho, en el 2004 recibió ya la Orden del Imperio Británico.

Además, son bastantes los colegas que le precediero­n hincando la rodilla ante la realeza: desde el formal Paul McCartney hasta el incorregib­le Mick Jagger, pasando por el muy poco aristocrát­ico Rod Stewart.

Pero si menciono hoy aquí a Davies no es para evocar su brillante trayectori­a ni la catadura de otros músicos, sino para subrayar su singularid­ad, expresada de nuevo no con despliegue de preseas, sino con el ingenio ácido y cortante que es marca de la casa. Cuando los periodista­s le preguntaro­n por la impresión que le había causado la ceremonia palaciega, el líder de los Kinks evitó la retórica florida y se limitó a declarar: “Duró tres minutos y fue muy bien. Dije adiós y me fui a casa”. Bien está que la sociedad, en prueba de agradecimi­ento, condecore a algunos de sus miembros. Pero una misma medalla no iguala a cuantos la reciben: quienes hicieron una aportación de veras valiosa no suelen subordinar su carácter ni su agudeza a los brillos del metal. Es también así como acreditan su genuino talento, su nobleza y su excepciona­lidad.

Algunos se elevan sobre su propia voz; otros se dedican a perseguir y colecciona­r medallas

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