La Vanguardia

Tiempo enterrado y desenterra­do

Los partidario­s de la reforma horaria aciertan al señalar la poca incidencia del factor lumínico en la realidad actual

- EL RUNRÚN Màrius Serra

La madrugada de domingo perdimos el tiempo de manera mucho más miserable que la mayoría de tiempo que ya perdemos de madrugada echando la penúltima. A las dos nos hicieron avanzar los relojes y, en un plis, fueron las tres. Los componente­s de la Iniciativa per a la reforma horària emitieron una nota para pedir a las instancias europeas competente­s (ejem) la supresión del cambio de hora en verano y en invierno. Porque lo del domingo tiene su contrapart­ida a finales de octubre, cuando nos devuelven la hora robada con una condescend­encia que da miedo. Tienen razón los que, hace años, piden racionaliz­ar horarios. La mala planificac­ión horaria de nuestro mundo laboral rebota en las vidas de mucha gente hasta el punto de tensar todos los significad­os de un verbo que antes se limitaba a tener ecos vaticanos: conciliar. En el conciliábu­lo horario general que nos conviene, la guinda es la hora absurdamen­te perdida y recuperada dos veces al año. Este tira y afloja es tan antiguo como la transición española y nació en un momento que el consumo energético dependía del interrupto­r de la luz. Los de la reforma horaria aciertan al señalar la poca incidencia del factor lumínico en la realidad actual: “La energía se usa en prácticame­nte todos los ámbitos: aire acondicion­ado, calefacció­n, equipos de música y televisión, electrodom­ésticos, ordenadore­s”. El presunto ahorro energético ha perdido sentido. La hora que nos retiran durante seis meses sólo provoca desajustes metabólico­s en mucha gente, sobre todo entre niños y ancianos.

El tiempo perdido por decreto, y en contra de nuestra voluntad soberana, tiene un ilustre precedente de la misma época. En 1974, en plena crisis del petróleo, en Europa se empezaron a adelantar relojes (aquí no se aplicaría hasta 1981, curiosamen­te poco después del golpe de Estado del 23-F). Pero en la España del que-inventen-ellos un osado ministro franquista de Educación y Ciencia, llamado Julio Rodríguez Martínez, suscitó un cambio que hizo perder seis meses de golpe a toda una generación de universita­rios. Julio Rodríguez impulsó una reforma del curso académico que aspiraba a equiparar el calendario escolar con el año natural. El denominado calendario juliano —por el nombre de pila del ministro— trasladaba el inicio de curso del septiembre al día 7 de enero y sólo se aplicó en el ejercicio de 1974 a todas las facultades. Desde junio de 1973, que es cuando había acabado el curso anterior, los universita­rios afectados estuvieron ¡seis meses de vacaciones! El invento no prosperó. El ministro fue sustituido por Cruz Martínez Esteruelas, la orden ministeria­l fue derogada por decreto y el último curso del franquismo empezó a principio de setiembre de 1974.

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