La Vanguardia

El hombre que puso cara al sida

JIMMY BRESLIN (1928-2017) Periodista estadounid­ense

- PABLO CUBÍ

Dos historias explican por sí solas la importanci­a de Breslin, maestro de periodista­s, que aportó otra manera de ver la profesión. La primera se remonta a la muerte de John F. Kennedy. Mientras el mundo asimilaba la noticia y reporteros de todo el mundo buscaban vías de analizar y explicar aquella tragedia nacional, Breslin la encontró en la figura del enterrador que cavó la tumba del presidente. Y años más tarde, cuando el sida se empezaba a extender como una desconocid­a epidemia de malditos, él le puso cara. La conmovedor­a historia del día a día de David Camacho, enfermo del virus, le valió a Breslin el premio Pulitzer en 1986 y el reconocimi­ento mundial.

Pero retrocedam­os al principio, como a él le gustaría. Al origen del personaje. Breslin era neoyorquin­o por los cuatro costados. Nació, creció y vivió siempre allí. Hijo de una familia trabajador­a de Queens, nunca olvidó sus orígenes. Por eso fue el periodista de los humildes. Claro que pergeñó artículos certeros y ácidos sobre los hilos del poder y los gerifaltes de la Gran Manzana, pero también supo encontrar historias tanto o más interesant­es entre los desconocid­os con los que coincidía en un aeropuerto, entre los taxistas o los porteros.

Había empezado en la prensa deportiva. Su imagen robusta, algo pendencier­a y de asiduo bebedor sumaba tópicos del periodista de la época. Sin embargo, bajo ese aspecto bruto se escondía un genuino intelectua­l. Lo pudo demostrar una vez entró a trabajar en el Herald Tribune. Había empezado a publicar una columna allí, en 1963, cuando se produjo el asesinato de Kennedy.

Breslin vio un protagonis­ta, donde ningún otro había pensado. Se acercó a Clifton Pollard y lo describió en su rutina diaria: “Pollard estaba en pleno desayuno cuando recibió la llamada que había estado esperando. Era Kawalchik, el encargado del cementerio de Arlington, que es donde Pollard trabaja –escribía–. ‘Polly, ¿puedes estar aquí a las once?’, le pidió Kawalchik. ‘Me imagino que sabes para qué’. Pollard lo sabía. Colgó el teléfono, acabó su desayuno y salió de su apartament­o para pasarse el domingo cavando la tumba de John Fitzgerald Kennedy.”

En sus siguientes artículos no imitaba a otros periodista­s que buscaban saber los sentimient­os de cada uno de los presentes en el funeral. Habló con el médico que intentó reanimar al presidente o con el cura que le suministró los últimos sacramento­s. Les pidió simplement­e que dijeran qué habían hecho. Su relato era tan vívido que te sumergía en el momento.

Aquellas columnas le granjearon una fama que fue acrecentan­do con otros hitos. Cubrió el asesinato de Robert Kennedy, en 1968, de una manera muy diferente: estaba a un metro del asesino. Le había pasado lo mismo con el de Malcom X tres años antes –lo que levantó suspicacia­s de que podían haberle informado–. Protagoniz­ó una quijotesca campaña electoral a la alcaldía de Nueva York para denunciar los tejemaneje­s de la política que, obviamente, perdió. Inició una estremeced­ora correspond­encia pública con David Berkowitz, un asesino en serie conocido como El hijo de Sam. Se retó a copas con un famoso gángster local. Describió la muerte de sida, personaliz­ándola de tal modo que hizo cambiar la manera en que muchos miraban a la enfermedad y a la comunidad gay. Y ya en los noventa, se la jugó adentrándo­se en los disturbios que hubo en Brooklyn y acabó apaleado. Sus historias son inacabable­s. Y continuó escribiend­o casi hasta su muerte, el pasado día 19, a los 88 años, tras una neumonía.

Tom Wolfe, otra figura clave del nuevo periodismo, fue el más escueto al recordarle: “Ha sido el mayor columnista de mi época”.

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WYATT COUNTS / AP

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