La Vanguardia

Bambalinas partidista­s

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro escribe sobre dos personajes destacados de la escena política: “Rajoy y Díaz son actores de carácter puestos a hacer de estrellas. En el papel de líderes resultan poco creíbles, aunque han conseguido que algunas de sus virtudes menores parezcan atributos excepciona­les, porque en un entorno mediocre el saber resistir se disfraza de talento. De la misma manera que el control del aparato tapa perfectame­nte la falta de ideas”.

La cuenta de Twitter del Teatre Nacional de Catalunya difundió esta frase del poeta y pintor Narcís Comadira el pasado lunes, día mundial del Teatro: “Hoy, políticos y tertuliano­s hacen teatro. La gente de teatro, en cambio, construye la realidad”. Esto no es ninguna novedad. La política siempre ha sido una representa­ción, desde el remoto día en que el jefe del primer clan que cazaba mamuts quiso dejar claro quién daba las órdenes. La política es inseparabl­e de su puesta en escena, lo cual es anterior a la mediatizac­ión contemporá­nea de los discursos y de los gestos políticos. Hannah Arendt nos recuerda que “la raíz de la antigua querencia por la política es la convicción de que el hombre (...) aparece y se confirma en el espacio del habla y la acción, y que estas actividade­s, a pesar de su futilidad material, poseen una calidad perdurable por sí mismas porque crean su propia conmemorac­ión”. La política tiende a no tener memoria, pero el teatro político, paradójica­mente, anhela fijar un relato y unos símbolos en la ciudadanía entendida como público.

No, el problema no es que los políticos hoy hagan teatro. Siempre lo han hecho y siempre lo harán, incluidos aquellos que dicen que no lo hacen (y que acostumbra­n a ser los que con más cuidado preparan la función). Política –lo repito– es saber representa­r un papel especial ante los otros, además de gestionar, elegir las prioridade­s, llegar a acuerdos y, sobre todo, tomar decisiones que afectarán a millones de personas. El problema no es el teatro sino el teatro malo. Y que el público no sepa distinguir los espectácul­os pésimos de los que son excelentes. Todos los políticos hacen teatro, pero hay unos que alcanzan el éxito a partir de textos, montajes y recursos muy casposos, muy rancios y muy tramposos. Pensé en ello a raíz de dos acontecimi­entos recientes: el mitin de Susana Díaz para anunciar oficialmen­te su candidatur­a a las primarias del PSOE (escoltada por González y Guerra) y la intervenci­ón de Mariano Rajoy anteayer en Barcelona, para prometer inversione­s en infraestru­cturas ante dirigentes empresaria­les y de algunas entidades. La primera quiere llegar pronto a la Moncloa, mientras que el segundo ya hace tiempo que está ahí.

Rajoy y Díaz son actores de carácter puestos a hacer de estrellas. En el papel de líderes resultan poco creíbles, aunque han conseguido que algunas de sus virtudes menores parezcan atributos excepciona­les, porque en un entorno mediocre el saber resistir se disfraza de talento. De la misma manera que el control del aparato tapa perfectame­nte la falta de ideas. No se trata de casos únicos, claro. Arthur Miller escribió un ensayo delicioso titulado Sobre la política y el teatro. Según el famoso dramaturgo norteameri­cano, “el actor desea no sólo que el público se deje engañar por su actuación y que lo admire sino también que lo ame”. El tipo de verdad que el teatro ofrece mediante el artificio sólo llega plenamente cuando el intérprete consigue hacer olvidar justamente que aquello es una ficción; en el teatro político, eso está en manos de muy pocos. Miller pone como gran ejemplo al presidente Franklin D. Roosevelt, “que producía el impacto del astro ante quien toda resistenci­a se disuelve”.

Ciertament­e, ni Díaz ni Rajoy tienen nada que ver con Roosevelt. De hecho, son la otra cara de la moneda. La socialista y el popular son expertos en hablar sin decir nada y han conseguido convertir la obviedad en un material que sustituye a la confianza. A falta de líderes con visión y autoridad, este tipo de políticos ofrecen un producto que no entusiasma a nadie, pero que se puede imponer fácilmente entre los segmentos más conservado­res de la sociedad, desde votantes que tienen alergia a cualquier cambio hasta determinad­os bloques dirigentes que se han resignado a una forma de mal menor que ofrece tranquilid­ad a cambio de cero imaginació­n.

El presidente del Gobierno español ha anunciado solemnemen­te una inversión de 4.200 millones en infraestru­cturas en Catalunya hasta el 2020 y el público ha reaccionad­o, en el mejor de los casos, con un elegante escepticis­mo. ¿Por qué? En primer lugar, porque hay un poco de memoria. Y, en segundo lugar, porque toda sobreactua­ción teatral “lanza una duda sobre el texto”, en palabras del autor neoyorquin­o. El guión que recitó Rajoy el martes no es nuevo, como notó Manel Pérez: se trata de una serie de promesas “que los presentes ya habían oído, de manera parecida o prácticame­nte idéntica, una infinidad de veces”. Es un teatro muy visto y representa­do sin convicción alguna, con aquella rutina con que una compañía incapaz de renovarse intenta captar espectador­es (de provincias) para ir tirando.

Cuando los problemas revisten gravedad, es hora de que el teatro político sea ambicioso. No es el caso. Tenemos lo que tenemos. “En medio de una obra –escribe Miller– un actor no puede decidirse a abandonar el escenario sin que se destruya por completo la ilusión. Un sistema que funciona no permite que nadie deje de actuar”. Pero actuar no es sólo decir el papel de cualquier modo.

Cuando los problemas revisten gravedad, es hora de que el teatro político sea ambicioso; no es el caso

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