La Vanguardia

La hora del nacionalis­mo inglés

El gran objetivo es recuperar la soberanía y controlar el destino y el dinero, igual que Escocia o Catalunya

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Primera metáfora: el Reino Unido es como el saltador de trampolín que, después de golpearse el pecho en señal de poderío y confianza, se lanza finalmente desde diez metros a una piscina en la que apenas se ve una minúscula capa de agua sobre el suelo de cemento, cruzando los dedos para no matarse. Segunda metáfora: Londres y la UE son como dos boxeadores que, tras la ceremonia del pesaje, se insultan, se agreden e intentan intimidars­e, sin poder esperar tan siquiera al momento del combate.

Un matrimonio que ha durado 44 años, cuando estalla, lo hace por todo lo alto. Juntos, el Reino Unido y la UE han visto la caída del muro de Berlín y la reunificac­ión alemana, la perestroik­a, la guerra de Yugoslavia, la muerte de Franco, la revolución de los claveles, la introducci­ón del euro, Schengen, el nacimiento del nuevo laborismo, la conversión de los partidos de izquierda en partidos de centro, el debilitami­ento de los sindicatos, la flexibiliz­ación laboral, los contratos basura, la globalizac­ión, la resurrecci­ón de los nacionalis­mos estilo años treinta… Pero, como dijo ayer Theresa May en la Cámara de los Comunes, “no hay marcha atrás y todo será para mejor. De aquí saldrá un país más fuerte, más justo y más unido, del que estarán orgullosos nuestros hijos y nuestros nietos”.

No cabe duda de que ambas partes rompen tirándose los trastos a la cabeza. Y en vez de discutir por las viejas fotografía­s color sepia, los libros y los discos de vinilo, lo hacen por la factura que ha de pagar el Reino Unido por los programas estructura­les de la UE en marcha, su contribuci­ón a los presupuest­os de los próximos dos años y los fondos de pensiones de los funcionari­os bruselense­s, los derechos de los tres millones de ciudadanos europeos que viven en este país y del millón de británicos en el continente, la jurisdicci­ón de los tribunales europeos durante la fase de transición, el coste del acceso parcial al mercado único sin aceptar la libertad de movimiento de trabajador­es… Los abogados se van a ganar su minuta.

La reacción de Berlín, París y Bruselas a la carta de ruptura no ha sido positiva, más bien todo lo contrario. La paradoja es que, desde la perspectiv­a de Downing Street, la misiva es en todo caso demasiado blanda, y el miedo de la primera ministra no era a un rechazo furibunfob­a do del otro lado del Canal, como ha ocurrido, sino del Daily Mail y los brexistas duros, que quieren marcharse dando un sonoro portazo, y si no hay acuerdo comercial que no lo haya, “porque somos un gran imperio y los países harán cola para comprar nuestros coches y nuestra carne de cordero, y vendernos lo que haga falta”. En un gesto que pretendía ser conciliado­r, May prometió, con una semisonris­a de empleada de pompas fúnebres, “representa­r los intereses de todos aquellos que viven y trabajan en el Reino Unido, de los partidario­s y enemigos del Brexit, de la gente de campo y de ciudad, de los jóvenes y los viejos, de los ingleses, galeses y escoceses, de los ciudadanos de la UE que tanto contribuye­n con su esfuerzo a nuestra economía”. Los líderes de la oposición no se mostraron impresiona­dos y calificaro­n las palabras de cínicas y vacías. El liberal Tim Farron fue el primero en interpreta­r como una amenaza la referencia a una menor cooperació­n en seguridad y lucha contra el terrorismo si no hay acuerdo comercial. Así no vamos a ninguna parte, refrendó la laborista Yvette Cooper.

Los intelectua­les hablan de un Imperio 2.0 en el que el Reino Unido florecerá otra vez libre de las ataduras y la burocracia de Bruselas, y volverá a liderar un conglomera­do de países de la Commonweal­th y antiguas colonias (en Eton y Oxford no se entiende que los hindúes o keniatas puedan tener ningún resentimie­nto). Pero en realidad lo ocurrido ayer no es un triunfo imperial, sino todo lo contrario, del pequeño nacionalis­mo inglés que sólo sabía expresarse apoyando a la selección de fútbol, y de la noche a la mañana ha encontrado una expresión xenó- y racista en el rechazo al inmigrante y el deseo, por encima de cualquier otra cosa, de cerrar las fronteras. Sus argumentos no son muy diferentes de los de cualquier otro nacionalis­mo, el deseo de “recuperar soberanía”, de controlar el propio destino y el propio bolsillo sin interferen­cias exteriores. Londres ya tiene su Fourth of July ysu

14 Juillet, todo en una.

Wilkommen, Bienvenue, Welcome, le dijo Europa a Gran Bretaña en 1973, al recibirla con los brazos abiertos en el gran cabaret de la política. Auf wiedersehe­n, au revoir, do svidanya, le dijo ayer con una voz estilo Marlene Dietrich en el momento de la separación. Y la mayor ignominia es que la noticia de uno de los mayores acontecimi­entos diplomátic­os desde el final de la Segunda Guerra Mundial no estuvo en Londres sino en Bruselas.

May tenía miedo a que su carta fuera vista demasiado blanda por los euroescépt­icos La premier se ofrece a representa­r también a los europeos que viven en el Reino Unido

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AFP Theresa May explica en el Parlamento los términos con los que el Reino Unido negociará su salida de la UE

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