La Vanguardia

Viaje sentimenta­l

- Josep Cuní

Pocos días después de la contundent­e victoria del PSOE del 82, Miguel entró en el estudio de Ràdio Barcelona luciendo la bandera de España en la correa del reloj. Corría la moda de exhibir en torno a la muñeca pequeñas chapas alegóricas a múltiples causas. Lo visualicé mientras ponía en marcha el control técnico para empezar el programa que compartimo­s durante algunos años. Al preguntarl­e por aquella ostentació­n de españolida­d, él, socialista militante y proselitis­ta, me soltó que ya era hora de reivindica­r un símbolo de todos. La reclamació­n era tan lógica como extemporán­ea a ojos de quienes veíamos superada nuestra juventud por una sobredosis de ideas recién incorporad­as que el tiempo demostró mal comprendid­as. Tan fuerte era aquella apuesta para los fieles del tándem Felipe González-Alfonso Guerra que sus consecuenc­ias las seguimos escuchando después a la hora de recortar estatutos y hablar de la unidad de España.

Algo parecido sucedió cuando se publicó el álbum Blowin’ away de Joan Baez. La voz comprometi­da con la protesta social y pacífica de Estados Unidos aparecía en la portada enfundada en un mono como de astronauta pero con casco y gafas de piloto primerizo de la historia de la aviación. En la manga izquierda, un adhesivo con la bandera de su país que para los anticapita­listas del momento supuso un revés considerab­le. El contraataq­ue, feroz. Y ante la acusación de haberse vendido al sistema, la constataci­ón de que este lo acaba integrando todo.

Ahí tenemos a Podemos lamentando que una de las causas de su reciente pugna interna publicada se ha debido a un exceso de transparen­cia. Por eso, después de Vistalegre 2, han impuesto un lógico ‘prietas las filas’ y una menor transmisió­n de sus decisiones. En aquel disco de marras, Baez versionaba Cry me a river, un estándar que antes habían interpreta­do Ella Fitzgerald o Ray Charles y que después lo harían Barbra Streisand o Justin Timberlake porque los clásicos lo son por eso y están para que los puedan adaptar quienes quieran.

Esto es lo que ha ido haciendo Bob Dylan los últimos años. Como si de un juego se tratara, la voz de la conciencia yanqui ha reivindica­do a Frank Sinatra comparándo­lo con “la montaña que todo cantante debe escalar aunque se quede a medio camino”. Y ahora lo remacha con un triple álbum de estudio aparecido ayer en el que da rienda suelta al bagaje de su infancia. A lomos de una gran banda entona treinta composicio­nes contra las que supuestame­nte se había revelado allá en los sesenta mientras se convertía en la voz de la contracult­ura que denunciaba una ñoñez titulada Strangers in the night.

Escuchándo­le, uno puede buscar argumentos de todo tipo y los herederos de la revolución pendiente justificac­iones malévolas. A sus predecesor­es les parecerá, simplement­e, Sentimenta­l journey. Una de las canciones.

Los clásicos lo son por eso y están para que los puedan adaptar quienes quieran

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