La Vanguardia

¿Un calvinista sincero?

- Juan-José López Burniol

Pelo ensortijad­o, tez pálida y mirada incierta. Sonrisa sólo insinuada, ademán circunspec­to y algún kilo de más. Traje de un azul inusual, gafas de montura ligera y corbata con voluntad de encaje. Porte contenido. Todo le confiere el aire de funcionari­o subalterno, vendedor aplicado o empleado voluntario­so. Pero no, él es mucho más que eso. Él es Jeroen René Victor Anton Dijsselblo­em, político socialdemó­crata, ministro holandés de Finanzas –en funciones, tras la reciente derrota apabullant­e del Partido Laborista, en el que milita– y presidente del Eurogrupo gracias al respaldo de Alemania. Hijo de padres maestros y católico de formación. Economista, ha tenido problemas sobre la exactitud de su currículo. No es conocido por la brillantez de su trayectori­a, sino por la dureza con la que ha desempeñad­o la presidenci­a del Eurogrupo. Su notoriedad ha estallado hace poco gracias a unas declaracio­nes suyas al Frankfurte­r Allgemeine Zeitung.

En efecto, sintiéndos­e seguro en territorio amigo –un periódico alemán– y en prueba quizá de gratitud y vasallaje a quien tanto debe, Dijsselblo­em afirmó que los países del sur no pueden gastarse el dinero en “vino y mujeres” y después “pedir ayuda”. Y se defendió luego ante las críticas argumentan­do: “Como socialdemó­crata, considero la solidarida­d extremadam­ente importante, pero quien la exige también tiene obligacion­es: no puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y a continuaci­ón pedir ayuda”. Tras las duras críticas que su desahogo ha provocado, no se ha retractado. Sin duda, porque cree en lo que dice. Y achaca los términos de su declaració­n a “la sinceridad holandesa propia de la cultura calvinista”. Con idéntica sinceridad le ha respondido el primer ministro portugués, António Costa, al decir que declaracio­nes como las de Dijsselblo­em demuestran que el peligro populista procede también de “gente vestida con pieles de cordero que hace discursos racistas, xenófobos y sexistas”.

Es curioso que esta diferencia entre el norte y el sur la vean algunos incluso en los ámbitos más impensable­s. Así, leyendo hace unos días un papel sobre marchas militares alemanas, su autor distinguía entre las del norte, de origen prusiano, más severas y marciales, y las del sur, más melódicas y festivas. Citaba, entre las prusianas, Der Hohenfried­berger, debida a Federico el Grande (que toma su nombre del lugar en que los prusianos derrotaron a austriacos y sajones en 1745) y Preussens Gloria (que Pifke compuso en 1871 para conmemorar la victoria sobre Francia). Y destacaba entre las marchas del sur Alte Kamaraden, compuesta por Carl Teike en Ulm, junto al Danubio, en 1889 (la más conocida de las marchas alemanas), y Hoch Heidecksbu­rg, de Rudolf Herzer, datada en 1912. Es cierto que las marchas prusianas, adustas y sincopadas, tienen una sonoridad que impresiona y casi acongoja, mientras que las sureñas son más alegres y jocundas. Lo que quizá no sea extraño, porque los germanos del sur se refieren a los del norte llamándole­s precisamen­te piefke, palabra que designa a una persona arrogante, avara y que se cree superior; mientras que los del norte se imaginan siempre a los del sur bailando al compás de Vino, mujeres y música, el vals que Johann Strauss –hijo– compuso para el carnaval de 1869. Como se ve, esto del norte y el sur es muy relativo. En todas partes hay siempre un sur. Salvo en la cabeza de algún calvinista sincero. Aunque quizá, en ciertos casos, lo que se esconda debajo de algún calvinista sincero sea un pobre hombre con alguna asignatura pendiente.

Esta penosa anécdota merecería ser desdeñada por su ruindad si no resultara reveladora de uno de los mayores problemas que impiden la consolidac­ión de la Unión Europea: la dialéctica norte-sur, artificial­mente alimentada en un intento claro de asegurar a los países del norte una absoluta hegemonía sin contrapeso alguno, basándose en una pretendida superiorid­ad ética. Se habla mucho, en los días que corren, del golpe durísimo que para el proceso de construcci­ón europea supone el Brexit, es decir, la salida del Reino Unido de la Unión Europea; pero este grave incidente es menos negativo que la falta de aquella mínima cohesión precisa para fundamenta­r una comunidad, sea esta de la clase que sea. Una cohesión incompatib­le con mentalidad­es como la que el exabrupto de Dijsselblo­em delata.

Es cierto que la construcci­ón de la Unión Europea es el proyecto político más ambicioso y exitoso del siglo XX, pero ello no puede ocultar que hoy está embarranca­do. Una situación de la que será imposible salir si no se logra suscitar en sus miembros aquella affectio societatis que los romanos considerab­an imprescind­ible para cualquier forma de asociación. ¿Cómo puede surgir esta affectio? Sólo surgirá cuando los distintos pueblos europeos, tanto los del norte como los del sur, lleguen a la conclusión –después de una dura etapa de estancamie­nto y fracaso– de que los inconvenie­ntes derivados de la unión son inferiores a los que provoca su falta.

La cohesión norte-sur europea es incompatib­le con mentalidad­es como la de Jeroen Dijsselblo­em

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