¿Un calvinista sincero?
Pelo ensortijado, tez pálida y mirada incierta. Sonrisa sólo insinuada, ademán circunspecto y algún kilo de más. Traje de un azul inusual, gafas de montura ligera y corbata con voluntad de encaje. Porte contenido. Todo le confiere el aire de funcionario subalterno, vendedor aplicado o empleado voluntarioso. Pero no, él es mucho más que eso. Él es Jeroen René Victor Anton Dijsselbloem, político socialdemócrata, ministro holandés de Finanzas –en funciones, tras la reciente derrota apabullante del Partido Laborista, en el que milita– y presidente del Eurogrupo gracias al respaldo de Alemania. Hijo de padres maestros y católico de formación. Economista, ha tenido problemas sobre la exactitud de su currículo. No es conocido por la brillantez de su trayectoria, sino por la dureza con la que ha desempeñado la presidencia del Eurogrupo. Su notoriedad ha estallado hace poco gracias a unas declaraciones suyas al Frankfurter Allgemeine Zeitung.
En efecto, sintiéndose seguro en territorio amigo –un periódico alemán– y en prueba quizá de gratitud y vasallaje a quien tanto debe, Dijsselbloem afirmó que los países del sur no pueden gastarse el dinero en “vino y mujeres” y después “pedir ayuda”. Y se defendió luego ante las críticas argumentando: “Como socialdemócrata, considero la solidaridad extremadamente importante, pero quien la exige también tiene obligaciones: no puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y a continuación pedir ayuda”. Tras las duras críticas que su desahogo ha provocado, no se ha retractado. Sin duda, porque cree en lo que dice. Y achaca los términos de su declaración a “la sinceridad holandesa propia de la cultura calvinista”. Con idéntica sinceridad le ha respondido el primer ministro portugués, António Costa, al decir que declaraciones como las de Dijsselbloem demuestran que el peligro populista procede también de “gente vestida con pieles de cordero que hace discursos racistas, xenófobos y sexistas”.
Es curioso que esta diferencia entre el norte y el sur la vean algunos incluso en los ámbitos más impensables. Así, leyendo hace unos días un papel sobre marchas militares alemanas, su autor distinguía entre las del norte, de origen prusiano, más severas y marciales, y las del sur, más melódicas y festivas. Citaba, entre las prusianas, Der Hohenfriedberger, debida a Federico el Grande (que toma su nombre del lugar en que los prusianos derrotaron a austriacos y sajones en 1745) y Preussens Gloria (que Pifke compuso en 1871 para conmemorar la victoria sobre Francia). Y destacaba entre las marchas del sur Alte Kamaraden, compuesta por Carl Teike en Ulm, junto al Danubio, en 1889 (la más conocida de las marchas alemanas), y Hoch Heidecksburg, de Rudolf Herzer, datada en 1912. Es cierto que las marchas prusianas, adustas y sincopadas, tienen una sonoridad que impresiona y casi acongoja, mientras que las sureñas son más alegres y jocundas. Lo que quizá no sea extraño, porque los germanos del sur se refieren a los del norte llamándoles precisamente piefke, palabra que designa a una persona arrogante, avara y que se cree superior; mientras que los del norte se imaginan siempre a los del sur bailando al compás de Vino, mujeres y música, el vals que Johann Strauss –hijo– compuso para el carnaval de 1869. Como se ve, esto del norte y el sur es muy relativo. En todas partes hay siempre un sur. Salvo en la cabeza de algún calvinista sincero. Aunque quizá, en ciertos casos, lo que se esconda debajo de algún calvinista sincero sea un pobre hombre con alguna asignatura pendiente.
Esta penosa anécdota merecería ser desdeñada por su ruindad si no resultara reveladora de uno de los mayores problemas que impiden la consolidación de la Unión Europea: la dialéctica norte-sur, artificialmente alimentada en un intento claro de asegurar a los países del norte una absoluta hegemonía sin contrapeso alguno, basándose en una pretendida superioridad ética. Se habla mucho, en los días que corren, del golpe durísimo que para el proceso de construcción europea supone el Brexit, es decir, la salida del Reino Unido de la Unión Europea; pero este grave incidente es menos negativo que la falta de aquella mínima cohesión precisa para fundamentar una comunidad, sea esta de la clase que sea. Una cohesión incompatible con mentalidades como la que el exabrupto de Dijsselbloem delata.
Es cierto que la construcción de la Unión Europea es el proyecto político más ambicioso y exitoso del siglo XX, pero ello no puede ocultar que hoy está embarrancado. Una situación de la que será imposible salir si no se logra suscitar en sus miembros aquella affectio societatis que los romanos consideraban imprescindible para cualquier forma de asociación. ¿Cómo puede surgir esta affectio? Sólo surgirá cuando los distintos pueblos europeos, tanto los del norte como los del sur, lleguen a la conclusión –después de una dura etapa de estancamiento y fracaso– de que los inconvenientes derivados de la unión son inferiores a los que provoca su falta.
La cohesión norte-sur europea es incompatible con mentalidades como la de Jeroen Dijsselbloem