Credibilidad televisiva variable
En Cazadores de trolls (La Sexta) pretenden hacer pedagogía sobre el uso de las redes sociales y centrarse en los casos de abuso. La coartada de la denuncia propicia situaciones de intriga para descubrir quién se esconde detrás de campañas de acoso brutales y anónimas y recrear las tensiones que se derivan de ella. Igual que en
Hermano mayor (Cuatro), las buenas intenciones acaban siendo la cortina de humo que esconde un sensacionalismo explícito. Las virtudes divulgativas de la denuncia se transforman en un sucedáneo de método para la maldad. Para dar credibilidad a las historias, La Sexta ha confiado en el carisma de Pedro G. Aguado, que, con más protagonismo que en Hermano mayor, ejerce de catalizador de todas las tramas. Por una parte es severo y metódico en la persecución de la injusticia denunciada y, por otra, se implica como un coach emocional en la empatía y el apoyo a los denunciantes. El problema del formato es que obliga a confiar (demasiado) en la espontaneidad de las imágenes y que el montaje reduce a una recreación verosímil lo que en realidad habrá costado semanas de rodaje. Pero, al final, acaba prevaleciendo el sensacionalismo de las situaciones más tensas y la desesperación de las víctimas, que encuentran en la tele la atención que no les da una sociedad que multiplica de manera exponencial los casos de impunidad.
CONFUSIÓN DE ESTILOS. El problema de El Acabose (TVE) es que el punto de partida (contar la realidad después de un Apocalipsis situado en un futuro ucrónico) encorseta los contenidos y obliga a hacer contorsiones que enseguida molestan. No es un fenómeno nuevo. Como recordaba Alfons Arús hace unas semanas, cuando Crónicas marcianas se estrenó también aspiraba a ser un espacio de reflexión irónica sobre la vida terrícola, pero enseguida evolucionó hasta convertirse en un bazar pasional enfáticamente terrícola y nada marciana. En el caso de El
Acabose, lo más sustancial son los gags de José Mota, que como no tiene ni los medios ni el tiempo para producir los que necesitaría para llenar tres cuartos de hora con garantías, se refugia en un monólogo de entrada y en una entrevista-rotonda. Aunque los practica con corrección, estos recursos no explotan sus mejores virtudes. Así que, al final, y pese a un envoltorio más elaborado, todo queda reducido a unos pocos gags memorables.
MENTIRA INDUSTRIAL. De la
sexta temporada de Homeland, lo más inquietante es cómo describe las plataformas secretas de intervención en la opinión pública norteamericana. Se mantienen las tramas de conspiraciones y, en un contexto fallido en el que la presidenta electa es una demócrata sometida a todo tipo de presiones antes de tomar posesión del cargo, el espectador va descubriendo las nuevas técnicas de propaganda y manipulación basadas en la mentira. Hasta ahora sabíamos que existían pero, gracias a Homeland ya la espléndida The good fight, ahora las estamos viendo retratadas con documentada verosimilitud: violaciones masivas de la intimidad, inducción a un modelo de intransigencia única y, sobre todo, una capacidad viral para, a través de ejércitos de hackers, propagar el veneno de la mentira.
Las virtudes divulgativas de la denuncia se transforman en método para la maldad