La Vanguardia

Credibilid­ad televisiva variable

- Sergi Pàmies

En Cazadores de trolls (La Sexta) pretenden hacer pedagogía sobre el uso de las redes sociales y centrarse en los casos de abuso. La coartada de la denuncia propicia situacione­s de intriga para descubrir quién se esconde detrás de campañas de acoso brutales y anónimas y recrear las tensiones que se derivan de ella. Igual que en

Hermano mayor (Cuatro), las buenas intencione­s acaban siendo la cortina de humo que esconde un sensaciona­lismo explícito. Las virtudes divulgativ­as de la denuncia se transforma­n en un sucedáneo de método para la maldad. Para dar credibilid­ad a las historias, La Sexta ha confiado en el carisma de Pedro G. Aguado, que, con más protagonis­mo que en Hermano mayor, ejerce de catalizado­r de todas las tramas. Por una parte es severo y metódico en la persecució­n de la injusticia denunciada y, por otra, se implica como un coach emocional en la empatía y el apoyo a los denunciant­es. El problema del formato es que obliga a confiar (demasiado) en la espontanei­dad de las imágenes y que el montaje reduce a una recreación verosímil lo que en realidad habrá costado semanas de rodaje. Pero, al final, acaba prevalecie­ndo el sensaciona­lismo de las situacione­s más tensas y la desesperac­ión de las víctimas, que encuentran en la tele la atención que no les da una sociedad que multiplica de manera exponencia­l los casos de impunidad.

CONFUSIÓN DE ESTILOS. El problema de El Acabose (TVE) es que el punto de partida (contar la realidad después de un Apocalipsi­s situado en un futuro ucrónico) encorseta los contenidos y obliga a hacer contorsion­es que enseguida molestan. No es un fenómeno nuevo. Como recordaba Alfons Arús hace unas semanas, cuando Crónicas marcianas se estrenó también aspiraba a ser un espacio de reflexión irónica sobre la vida terrícola, pero enseguida evolucionó hasta convertirs­e en un bazar pasional enfáticame­nte terrícola y nada marciana. En el caso de El

Acabose, lo más sustancial son los gags de José Mota, que como no tiene ni los medios ni el tiempo para producir los que necesitarí­a para llenar tres cuartos de hora con garantías, se refugia en un monólogo de entrada y en una entrevista-rotonda. Aunque los practica con corrección, estos recursos no explotan sus mejores virtudes. Así que, al final, y pese a un envoltorio más elaborado, todo queda reducido a unos pocos gags memorables.

MENTIRA INDUSTRIAL. De la

sexta temporada de Homeland, lo más inquietant­e es cómo describe las plataforma­s secretas de intervenci­ón en la opinión pública norteameri­cana. Se mantienen las tramas de conspiraci­ones y, en un contexto fallido en el que la presidenta electa es una demócrata sometida a todo tipo de presiones antes de tomar posesión del cargo, el espectador va descubrien­do las nuevas técnicas de propaganda y manipulaci­ón basadas en la mentira. Hasta ahora sabíamos que existían pero, gracias a Homeland ya la espléndida The good fight, ahora las estamos viendo retratadas con documentad­a verosimili­tud: violacione­s masivas de la intimidad, inducción a un modelo de intransige­ncia única y, sobre todo, una capacidad viral para, a través de ejércitos de hackers, propagar el veneno de la mentira.

Las virtudes divulgativ­as de la denuncia se transforma­n en método para la maldad

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