La Vanguardia

Convicción y enfoque

- Ramon Aymerich

Las infraestru­cturas tienen muchas virtudes. Para las empresas porque implican carga de trabajo futura. Para los inversores porque suponen crecimient­o a medio plazo. Para los economista­s, que recurren a ellas cuando observan en la economía síntomas de estancamie­nto. Para los políticos, porque cuando Donald Trump o Jean-Claude Juncker hablan de infraestru­cturas, en realidad están hablando de más empleo.

Además de economía, las infraestru­cturas son política, lo que ahora llaman pensamient­o estratégic­o. China ha tejido en veinte años una vasta red de infraestru­cturas en todo el globo. Para garantizar­se el aprovision­amiento de recursos naturales. Y para asegurar el tránsito de sus exportacio­nes.

En España, las infraestru­cturas han sido claves en el modelo económico. En el espacio en el que se cruzan las grandes constructo­ras y el alto funcionari­ado del Estado habita uno de los mayores núcleos del poder contemporá­neo (del que el palco del Bernabeu sería un reflejo). Y en el diseño de esas infraestru­cturas, la política ha pesado tanto o más que el sentido económico. El título del libro de Germà Bel

(España, capital París) es una imagen redonda de esa voluntad política histórica: anclar en Madrid todo el potencial del territorio mediante un modelo de comunicaci­ones radial.

Pero el modelo radial casa mal con la historia y la naturaleza. El litoral mediterrán­eo ha sido el canal de paso más frecuentad­o en el tiempo. Lo sabían los fenicios (el primer cabotaje). Los romanos (la Vía Augusta). E incluso lo sabe el mosquito tigre, que en la última década ha utilizado como refugio los neumáticos de los camiones que transitan sus carreteras para expandirse hacia el norte. Hubo un momento, en los sesenta, en que la tecnocraci­a del tardofranq­uismo coincidió con el Banco Mundial y de allí nacieron las primeras autopistas. Pero fue un momento de excepción. El objetivo ha sido siempre el modelo radial, y el AVE su último capítulo. Sin olvidar atajos febriles como los años en que José María Aznar imaginó un eje del bien en torno a Madrid, València y Baleares.

Esta semana Mariano Rajoy ha visitado Barcelona para prometer inversione­s futuras (atrasadas y aplazadas en el tiempo) en el corredor mediterrán­eo. Pero a sus asesores les ha faltado convicción y enfoque. Convicción porque al día siguiente el mismo presidente del Gobierno prometía la misma “lluvia” de millones a otras comunidade­s. Es decir, si hay una apuesta, no es convicente. Más bien lo contrario: el Ministerio de Fomento insiste en imputar en el corredor mediterrán­eo inversione­s que materializ­a en Madrid. Y todavía hay menos enfoque. Porque las infraestru­cturas tienen muchas virtudes. Pero entre estas no está el obrar milagros a corto plazo. Y, sobre todo, no sirven para revertir un conflicto (Catalunya) en el que ya no se discute de dinero e inversione­s, sino de reconocimi­ento y de soberanía.

Invertir en infraestru­cturas tiene muchas virtudes, pero entre ellas no está el obrar milagros a corto plazo

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