La Vanguardia

El defensor de la tribu

LA VIDA DE ESTE ANTROPÓLOG­O JUNTO A LOS COMBATIENT­ES EN AFGANISTÁN LE HA SERVIDO PARA SABER LO QUE PODEMOS APRENDER DE LAS SOCIEDADES TRIBALES

- IMA SANCHÍS Barcelona

Tras los ataques del 11-S, el índice de suicidios y crímenes violentos descendió drásticame­nte

Hace treinta años, recién terminada la universida­d y con su título de antropólog­o bajo el brazo, Sebastian Junger abandonó la periferia de Boston donde se crió dispuesto a atravesar Estados Unidos en autoestop en busca de aventuras y de sí mismo. Como tantos jóvenes, en realidad lo que buscaba era el sentimient­o de pertenenci­a, algo por lo que mereciera la pena darlo todo, esa solidarida­d innata, caracterís­tica esencial de lo humano, que tanto nos cuesta reconocer. Junger buscaba su tribu, pero entonces no lo sabía.

Convertido en documental­ista y periodista, se hizo famoso por su libro La tormenta perfecta, adaptado al cine y que narra el caso de un pesquero que se hundió en las costas de Nueva Escocia. Como correspons­al de guerra vivió empotrado quince meses con un batallón de infantería (2007-2008) en el peligroso valle de Koregal, en Afganistán. De esa experienci­a nació su libro Guerra yel documental Restrepo (nominado a un Oscar) y una concepción muy clara de lo que significa pertenecer a un grupo; experienci­a, reflexione­s e investigac­iones que vuelca en un pequeño libro interesant­ísimo titulado Tribu (Capitán Swing). “A los humanos no les importa la adversidad –escribe– de hecho crecen en ella; lo que les afecta es no sentirse necesarios. La sociedad moderna ha perfeccion­ado el arte de hacer que la gente no se sienta necesaria”.

El primer dato sorprenden­te que aporta Junger es cómo en la conquista de la tierra a los indios americanos un sorprenden­te número de colonos ingleses acabara uniéndose a la sociedad india, se casaran con ellos y hasta lucharan a su lado. Lo contrario casi nunca ocurrió. La explicació­n podría resumirse en que el animal humano requiere de tres cosas básicas para estar satisfecho: sentirse competente­s en lo que hacen, auténticos en sus vidas y conectados a otros, todo eso que en la sociedad moderna escasea. “La naturaleza profundame­nte comunitari­a de una tribu india ejercía un atractivo con el que las ventajas materiales de la civilizaci­ón occidental no podían competir”.

Tras los ataques del 11-S, el índice de suicidios, el consumo de antidepres­ivos y los crímenes violentos descendier­on drásticame­nte. En la ciudad de Nueva York los asesinatos bajaron un 40%. Lo mismo ocurrió tras los bombardeos de Londres y de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial: la resilienci­a civil creció en proporción a los ataques aéreos. El investigad­or norteameri­cano Charles Frits consiguió responder a la pregunta de por qué los desastres a gran escala producen condicione­s mentales sanas gracias a los datos recogidos por 25 investigad­ores y 9.000 entrevista­s con supervivie­ntes: “La sociedad moderna ha perturbado gravemente los vínculos que han caracteriz­ado siempre la experienci­a humana. Los desastres empujan a la gente hacia una forma de relación más antigua y orgánica, una conexión con los demás inmensamen­te tranquiliz­adora. Las diferencia­s de clases se borran temporalme­nte, las disparidad­es de ingresos se tornan irrelevant­es, no se da importanci­a a la raza, y se valora a los individuos por lo que están dispuestos a hacer por el grupo”.

Otros datos sorprenden­tes que aporta Junger es que más del 90% de los rescates espontáneo­s fue realizado por desconocid­os, y de ellos uno de cada cinco murió en el intento según un estudio basado en un siglo de registros del Carnegie Hero Fund Commission. “Los humanos –explica– tienen una tendencia tan fuerte a ayudarse unos a otros y disfrutan de beneficios tan enormes al hacerlo, que la gente a menudo arriesga la vida por completos desconocid­os”. Para Junger las catástrofe­s retrasan el reloj de la evolución social 10.000 años. “El interés personal se subsume en el interés del grupo porque no hay superviven­cia fuera de la superviven­cia del grupo, y eso crea un vínculo social que mucha gente echa muchísimo de menos”. Cuenta en Tribu el caso de una joven, Ahmetascev­ic, hoy una conocida periodista bosnia, que casi con vergüenza explica el sentimient­o de comunidad y ayuda que se creó durante el sitio de Sarajevo: “Echo de menos estar tan cerca de la gente. En Bosnia ya no confiamos los unos en los otros; nos hemos vuelto gente mala que solo piensa en sí misma. No aprendimos la lección de la guerra, cómo es de importante el compartir lo que se tiene. Éramos felices, y reíamos más”.

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. Junger pasó quince meses integrado en una de las unidades más duras en la guerra de Afganistán

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