Soy ecologista, ¿y qué?
Cuando cumplí quince años, mis tíos me regalaron Manual del ecologista coñazo , de Alfonso Ussía. Mis tíos no se consideran de derechas, sino sensatos, y por eso creen que la política verde no puede ser tomada en serio. Mi padre era socialista cuando el socialismo existía y, por rebeldía, yo fui un poco antisocial. Aunque el humano me parece el ser más fascinante del planeta, me cae mejor la Madre Tierra que quienes la maltratan.
No soy vegana, ni reciclo todo lo que debería, ni me privaría de un viaje para evitar la contaminación, ni doy el coñazo con el tema. Sé que nadie me haría caso, desde que me regalaron aquel libro. Y el problema está ahí; en la falta de confianza y de contundencia. En el hecho de que, cada vez que se plantean propuestas interesantes, medio mundo las desdeña de antemano sólo porque llevan el nombre de Manuela Carmena o Ada Colau.
Hay un orgullo en la defensa de lo nocivo, como quien se jacta de no leer periódicos, desprecia la cultura o desmantela la política medioambiental de Obama porque, total, el futuro no existe. Ese orgullo se expande como un virus. Contagia a perezosos y categóricos, los más vulnerables, que paradójicamente se impondrán como si fueran fuertes, sin necesidad de tener razón; se la darán de todos modos.
El poder y el dinero son contaminantes, y todos quieren estar de su lado. Entonces pierden la realidad de vista. Tienen las pruebas delante de las narices, y nada. Por ejemplo, va el clima y convierte el febrero en junio, transforma el invierno en verano de un día para el otro. No puede ser más empírico, lo dice el propio concepto: cambio climático. Pero quienes advierten de sus consecuencias son ignorados como Casandra. Los desacreditan tildándolos de “políticamente correctos” y “de superioridad moral”, los insultos de la nueva era.
Ser ecologista debería ser algo más que una identificación ideológica, una etiqueta perroflauta o un sinónimo de pijoprogre. Su objetivo no puede subestimarse. Parece que tengamos que avergonzarnos por reconocer que las superislas son una buena idea. Cuando, de hecho, son un referente para París y Buenos Aires, entre otras capitales. En los barrios semipeatonales se vive mejor, lo sé por experiencia. Creo que las ciudades son incompatibles con la circulación masiva de motores, de igual modo que el servicio de Rodalies, ahora mismo, es incompatible con una ciudad sin coches. Hay mucho trabajo por hacer, pero hay que hacerlo. En Barcelona mueren prematuramente 3.000 personas al año por culpa de su diseño urbanístico. Pero lo que se aplaude es criminalizar a los ciclistas.
La falta de respeto por el medio ambiente es propia de sociedades subdesarrolladas. Así que podéis llamarme utópica, coñazo o naif, que la condescendencia no os hará más sensatos. Los demás, ya va siendo hora de quitarse los complejos y salir del armario.
La falta de respeto por el medio ambiente es propia de sociedades subdesarrolladas