No fallar cuando no se puede fallar
Uno de los encantos del fútbol es que la experiencia de aficionado no sirve para entender mejor el juego. Aunque los partidos se acumulen como en un vicio largamente cultivado, comprender lo que estás viendo es cada vez más difícil. Ayer, sin ir más lejos, la distribución inicial de los jugadores sobre el campo era aparentemente incomprensible y nos hizo sentir aún más ignorantes de lo que somos. El fútbol es cada vez más científico hasta que el talento o el desacierto acaban con todas las previsiones y alardes de innovación. Lo que te mantiene conectado al juego son las evidencias del esfuerzo y el acierto y, por supuesto, el amor por unos colores que condicionan nuestra mirada. ¿Qué hace André Gomes abriendo el campo por la derecha? No lo sabemos, pero no nos importa si sus compañeros compensan este misterio. ¿Qué hace Neymar cambiándose las botas en los primeros minutos de los partidos? ¿Buscar que las cámaras enfoquen el nuevo modelito a cambio de un plus de ingresos en publicidad? No nos importa mientras el brasileño juegue al nivel de los últimos meses.
Nuestras conversaciones sobre el juego se han sofisticado. Los culés de antaño nunca hablaban de juego posicional, coberturas, movimientos por dentro y por fuera, bandas contrarias, pies cambiados, bisagras y pivotes. Por eso, cuando Rafinha pide el cambio, recuperamos una de las grandes verdades de este deporte: la fatalidad como motor del azar. Cambio de planes: Gomes cambia de posición y pasa de hacer sufrir a hacerse invisible. ¿Y qué debemos pensar de Paco Alcácer? En el Código Penal culé aún no existe jurisprudencia al respecto. Mientras tanto, pues, aplicamos la primaria y mezquina valoración económica. Si cuesta 30 millones, que espabile, y más ahora que el Barça parece perder efectivos de banquillo de un modo alarmante y peligroso en el desenlace de la temporada. Confesión: me he propuesto no echar de menos ni a Piqué ni a Messi pero en el minuto 20 ya no aguanto más. A cambio de esta debilidad, me comprometo a no decir que Neymar sólo juega bien con la selección. Suárez muerde metafóricamente a Lombán, que parece un tripulante de la nave Enterprise; Mathieu da miedo cuando se equivoca y cuando acierta; Rakitic genera confianza y Ochoa parece el mejor portero del mundo hasta que un inspirado Suárez le marca un gol de, con perdón, vaselina.
Segunda parte. Gol del Granada. En la cara de muchos culés se activan los músculos de la estupefacción, situados en las cejas, cerca de la mandíbula y en zonas recónditas de nuestra anatomía emocional. Queda una eternidad y creer que ganaremos no es ningún disparate. Al contrario. Y en otra jugada que desmiente el patrón combinatorio y que refuerza el atajo de la rapidez y el juego de espacios, Suárez hace un gran pase y Alcácer, propulsado por todos los culés que cruzan los dedos para que no falle, espabila y ya no cuesta 30 millones sino un poco menos (desde el punto de vista de la contabilidad culé, eso es un elogio).
Iniesta sale al campo y es aplaudido con la calidez que, si entrara Piqué, se transformaría en bronca general e histeria mediática. Y Neymar, tras hacer algunas jugadas de fantasía por la izquierda, acaba marcando un gol que se ha trabajado a conciencia. Pero como el Barça
El gol del Granada activó la musculatura de la estupefacción en los rostros culés
no se acaba nunca en el campo de fútbol sino que tiene infinitas vidas paralelas, llega, inesperada aunque temida, la noticia de la muerte de Jaume Llauradó. Màrius Carol, director de La Vanguardia, lo conoció bien y entre las muchas cosas que hizo, hay un libro que se llamaba Senyora, no fotem!, en el que, a través de frases memorables, comenta la historia del club. Llauradó era un ejemplo de filantropía blaugrana y de ambición de ejercer el barcelonismo desde la presidencia. Lo intentó de todas las maneras y al darse cuenta de que su esfuerzo no era recompensado por los socios, contribuyó de manera activa a preservar un espacio de debate permanente. Un espacio que sirviera para cohesionar y pacificar en momentos de turbulencias y para discutir y resistirse a la imposición de un pensamiento único en momentos de paz y de euforia.