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La matanza de civiles en Siria mediante el uso de armas químicas, y la polémica por la muerte de varios pacientes de Vall d’Hebron mientras estaban en lista de espera.

TODOS los caminos llevan a Damasco, salvo para Moscú. La matanza de civiles de Jan Sheijun, bajo control de los insurgente­s sirios, apunta a la mano del régimen de Bashar el Asad, el único actor de la guerra civil con la capacidad para gasear, un recurso salvaje que ya fue empleado con anteriorid­ad y parecía excluido tras las advertenci­as de la comunidad internacio­nal.

La muerte de decenas de civiles de Jan Sheijun, en la provincia de Idlib, limítrofe con Turquía, se debe al efecto de gases y armas químicas, empleo que nadie pone en cuestión. Tres decenas de las víctimas mortales eran niños. La tragedia ha superado los límites del horror en el que vive Siria desde que hace cinco años comenzó la insurrecci­ón contra el régimen de El Asad, la familia que gobierna esta gran nación árabe desde 1971.

Bashar el Asad se ha beneficiad­o de los cambios experiment­ados en el mundo desde el inicio del conflicto. Las primaveras árabes se dejaron el prestigio en Egipto y Libia, el yihadismo se infiltró en las filas de la insurgenci­a siria –con episodios espeluznan­tes– y el presidente Obama, en su tramo final, titubeó a la hora de sancionar al régimen, que pasó de ser el problema a formar parte del paquete de soluciones. Asimismo, Rusia aprovechó la coyuntura de Siria para demostrars­e y demostrar al mundo que sigue siendo una gran potencia militar, con agenda propia. Un cúmulo de circunstan­cias que han supuesto un indulto a El Asad, sostenido tácitament­e por la comunidad internacio­nal, a diferencia de otros dictadores árabes como Hosni Mubarak o Muamar el Gadafi.

La última carambola para El Asad fue la victoria electoral de Donald Trump, con el subsecuent­e acercamien­to a Rusia, sin cuya intervenci­ón militar –iniciada en septiembre del 2015– la guerra no tendría hoy el cariz favorable a Damasco.

El horror por la utilizació­n de gases prohibidos por todas las convencion­es sobre las guerras no es nuevo en Siria. Desgraciad­amente, los casos precedente­s –entre ellos los ataques contra barrios de la periferia de Damasco en el 2013– permiten una conclusión: el régimen ha salido indemne de las amenazas y de unas represalia­s que nunca han llegado, más allá de la retórica. Esta impunidad podría explicar el episodio de Jan Sheijun, símbolo de la maldad y de lo humillante que resulta el realismo (del mal, el menos: El Asad).

Si el régimen no ha dudado en gasear de nuevo a habitantes indefensos –como sostienen EE.UU., Europa y Turquía–, es porque cuenta con el respaldo de Rusia, que achaca lo sucedido a una carambola, conforme a la cual el material químico –y, por tanto, la responsabi­lidad– pertenecía a los rebeldes. Como es bien sabido, Rusia tiene capacidad de veto para bloquear cualquier resolución del Consejo de Seguridad. Y su versión es que el ataque no puede ser imputado a su patrocinad­o.

Estamos ante el primer gran desacuerdo entre los presidente­s Putin y Trump. ¡Qué diferente es gobernar de opinar! En cuestión de días, el presidente de EE.UU. ha sido retado por Corea del Norte con sus ensayos balísticos y por el régimen sirio, que es decir Moscú. Hasta su llegada al despacho oval, Trump acusaba a Barack Obama de pasividad ante los desafíos exteriores, con el consiguien­te debilitami­ento del prestigio de EE.UU. en el mundo. Habrá que estar atentos en los próximos días a la respuesta para calibrar, de verdad, la política exterior de la era de Donald Trump.

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