El maestro
Con Sergio González Rodríguez hablábamos recientemente de la posibilidad de
convertir su gran relato, El
plan Schreber, en una novela gráfica. No fue sino hasta su sepelio que me enteré que una de esas llamadas la había hecho desde el hospital, donde lo ingresaron el viernes por un infarto al que sobrevivió, donde un día y algunas horas después, le vino otro infarto. El que se lo llevó. No quiso decir a nadie de los amigos que estaba internado. Pensaba que el lunes siguiente estaría recuperándose en casa y entonces, contaría lo sucedido como una anécdota.
Lo conocí algunos meses antes de lanzarse su libro Huesos en el desierto. Para ese momento yo sabía que había sido víctima de una golpiza propinada por dos sujetos que subieron a un taxi en que Sergio viajaba. Lo llevaron a varios cajeros automáticos a sacar dinero de sus tarjetas bancarias durante una hora aproximadamente y luego de golpearlo, le tiraron al suelo la tarjeta de un funcionario de gobierno, recordándole que esto había sucedido por su necedad de investigar el caso de las mujeres asesinadas en Juárez. No fue suficiente para amedrentarlo, siguió investigando y escribiendo de lo que se le daba la gana. Tampoco lo intimidaba que en nuestras comidas en restaurantes o cantinas, que eran nuestros puntos de reunión favoritos (El antro y la bohemia cantinera era otro de sus temas de investigación) hubiera dos o tres personas en las mesas cercanas grabando nuestras conversaciones. Decía Sergio que lo monitoreaban para saber en qué estaba metido, cuál era su nueva investigación, o incluso saber si tenía nuevas noticias sobre los feminicidios. Para desorientar a los orejas inventábamos historias estrambóticas de investigaciones absurdas. Siempre lo vi ocupado en esos asuntos pero nunca preocupado. De la misma forma conversábamos ayer, sin saber que era la última vez. Ocupado en lo que sucedía en el momento y no preocupado por lo que le pudiera pasarle después.
Acompañé a Sergio a presentar Huesos en el desierto a Barcelona en noviembre del 2002. Además de atender a la prensa y hablar sobre su libro, fue invitado a conversar con un grupo de Mossos d’Esquadra, ya que en esos días, según nos comentaron, había aparecido una mujer degollada en la Barceloneta, caso que fue poco difundido y poco común en aquella ciudad. También fue un viaje importante para Sergio porque su amistad epistolar con Roberto Bolaño se iba a materializar: varios trenes equivocados después, llegamos a Blanes de visita, con una bolsa de Café La Habana y cigarrillos Delicados, aunque Roberto ya no fumaba pero olía el humo con nostalgia.
Solo pude creer que Sergio ya no estaba con nosotros cuando asistí al sepelio, donde sus hermanas, sobrinos y amigos más cercanos asistieron. Juan Villoro, Rafael Pérez Gay, Mauricio Montiel, Luis Enrique López, Laura Emilia Pacheco, Carmen Boullosa, Armando González Torres, Antonio Saborit, Nicolás Alvarado y algunos más, despedían al querido Serge, como lo llamábamos cariñosamente. Un ataúd de madera y encima, una fotografía de él, sonriente, vivaracho, como prefiero recordarlo.
“Sí, vamos por unos Centenario plata, pero recupérate primero”, me dijo Sergio por última vez, cuando yo salía de una operación. “Vamos a celebrar la vida. ¡Vamos a la vida! ¡Métele durísimo!”, dijo por último. Vamos a la vida, maestro, y toda la que quede será para extrañarte.