Ante el dolor de los demás
La guerra no es tan terrible cuando se explica como cuando se ve, y aun así, viéndola en televisión, en la portada de un periódico, expuestos a la conmoción de los muertos y los mutilados, nos resulta ajena y cansina. Susan Sontag lo explica muy bien en el ensayo que publicó con el título que hoy encabeza esta columna. Ella, que estuvo en Sarajevo y la vio de cerca, opina que “la guerra era y aún es la noticia más irresistible y pintoresca. (Junto con su inestimable sucedáneo, el deporte internacional)”.
Las guerras no se pueden abolir. Hay quien piensa que son justas y necesarias. La guerra contra el terror, por ejemplo, que EE.UU. lanzó después del 11-S y que todavía dura.
Al ver el otro día las fotografías de los niños muertos por efecto del gas sarín en Jan Sheikjun, Donald Trump dijo estar conmovido. Habló de la belleza de los bebés asfixiados y ayer disparó misiles de crucero contra la base aérea siria desde donde habían partido los aviones que el martes atacaron con bombas químicas esta población en manos rebeldes. Murieron, por lo menos, 74 personas y hubo 300 heridos.
A mi me cuesta ver la belleza en los muertos de guerra, así como en los heridos que luchan por sobrevivir. No sé qué vio Trump en las imágenes de los niños fallecidos, en las fotos de los que intentaban respirar a través de una máscara de oxígeno.
No importa. Los niños son la excusa y las armas químicas también son la excusa para lanzar un ataque que ha de permitirle recuperar popularidad. Necesita cuanto antes un chute de respaldo público porque el 54% de los estadounidenses, según Gallup, desaprueban su trabajo, una cifra muy alta para un presidente recién estrenado.
Desde que llegó a la Casa Blanca a mediados de enero ha bombardeado Yemen, Irak y Siria. Decenas de civiles han muerto en estos ataques. Se trata de ataques con drones y cazas que reproducen con tozudez científica la arrogancia y la incompetencia de los gobiernos occidentales en Oriente Medio desde el colapso del imperio otomano al final de la Primera Guerra Mundial.
Ahora vuelven los misiles Tomahawk. Los vemos despegar desde las cubiertas de los destructores de la Navy en el Mediterráneo. Dejan una bola de fuego en plena madrugada, una estela de humo, mientras vuelan hacia su objetivo. La bandera estadounidense está bien presente, en primer plano, iluminada por la fuerza propulsora del cohete. Imagino a Trump enganchado de emoción al noticiario de la Fox.
Hoy, en las páginas de este y otros medios de comunicación, triunfan los misiles de crucero Tomahawk igual que lo hicieron en 1991, cuando cayeron sobre Irak. ¿Algo ha cambiado desde entonces? ¿Se ha conseguido algo que no haya sido prolongar las guerras y amontonar los muertos?
Ninguna intervención armada de Estados Unidos y sus aliados en Oriente Medio ha servido para alcanzar la paz. No hay ningún país en la región que viva al margen de la guerra.
Ningún cambio de régimen, en Egipto, Irak y Libia, por ejemplo, ha servido para crear sociedades libres y en paz.
Cuando en 1982 las milicias falangistas libanesas, con el beneplácito del ejército israelí, masacraron Sabra y Chatila, dos campos de refugiados palestinos en Líbano, Ronald Reagan ordenó un bombardeo bajo el impulso de la emoción y se metió en una guerra que no podía ganar y no ganó.
Trump ha hecho ahora más o menos lo mismo. Dudo de su capacidad para emocionarse pero no hay duda de su capacidad para la improvisación, la incoherencia y lo imprevisible.
El presidente aislacionista, pragmático, crítico de las aventuras bélicas que a nada conducen, el amigo de Putin, dispuesto a ceder al Kremlin el protagonismo en Siria, hasta el punto de aceptar, esta misma semana, que Bashar el Asad podría seguir en el poder, ha dado ahora un giro de 180 grados porque ha visto las fotos del horror.
De acuerdo, admitamos su humanidad, su capacidad para la compasión. Si Merkel abrió las puertas de Alemania a los refugiados sirios al ver la foto de un niño ahogado en una playa turca, Trump puede haber disparado sus misiles con la misma voluntad de ayudar. Pero a mi me cuesta creerlo. Si realmente pensara en los sirios, acogería refugiados en lugar de cerrarles la puerta.
Tampoco se aguanta la justificación que dio al anunciar el ataque. Citó “intereses vitales de seguridad nacional”, es decir, luchar contra el terrorismo yihadista y las armas químicas, pero esto no tiene sentido. Una cosa es luchar contra el Estado Islámico y otra hacerlo contra Siria.
¿Dónde estaba la compasión de Trump cuando, a finales del año pasado, Asad machacó a la población civil de Alepo con bombas de cloro y bombas incendiarias? ¿Qué diferencia hay entre el gas sarín de El Asad y las bombas de fósforo, las de fragmentación y las de acción retardada que figuran en los arsenales de EE.UU. y sus aliados? Son igual de crueles. Matan a tantos civiles como los agentes químicos. ¿No podríamos llamar terrorismo a este tipo de ataques, que a priori se lanzan contra objetivos militares pero que se llevan por delante a familias enteras? ¿Aún hay alguien que crea de verdad que las guerras pueden dividirse entre buenos y malos?
Ante el dolor de los demás nos queda la emoción y el estoicismo, pero poco más. Mañana o pasado cambiaremos de canal. Trump tendrá su popularidad y sus misiles para hacerse valer.
Los sirios, sin embargo, seguirán muriendo. No hay para ellos más futuro que El Asad, el totalitarismo afianzado sobre medio millón de muertos y el apoyo de Moscú. Esta es la realidad. Lo otro son fuegos de artificio, la guerra en colores, “la noticia más irresistible y pintoresca” en su canal de televisión preferido.
Si Trump quisiera ayudar a los sirios, no dispararía misiles de crucero sino que acogería a los refugiados