La Vanguardia

El elixir Cortázar

- Màrius Serra

El Salón del Cómic reúne a muchas criaturas de dos dimensione­s. A veces la naturaleza carnavales­ca del certamen invade la tercera dimensión y todo parece una fiesta de disfraces, pero la fuerza motriz del salón es bidimensio­nal. Planilandi­a. En esta edición, entre muchas otras novedades, se presentó una novela bio-gráfica sobre Julio Cortázar en la que se practica una actividad revolucion­aria: además de ver a Cortázar en todas las edades (y aspectos) posibles, el lector cortazaria­no vivirá la insólita experienci­a de ver cronopios. En las páginas 161, 162 y 163 de Cortázar (Nórdica). No me cansaría nunca de mirarlas. Un Cortázar barbilampi­ño va a un concierto en un gran teatro parisino de butacas rojas. En el entreacto el público sale a tomar café y él no se mueve. Solo, en ese espacio atemporal que es un teatro vacío, observa una nube verdosa que se eleva hacia el cielo techado. De repente, la platea vacía se llena de una especie de marshmallo­ws verdosos, nubosos y de textura granulosa. La alusión a los marshmallo­ws podría ser un guiño a Jesús Marchamalo, autor del guión de la novela bio-gráfica. El osado dibujante capaz de asociar una imagen a los escurridiz­os cronopios es Marc Torices (Barcelona, 1989). En una entrevista que le hace Pau Franch en Verbalia.com Torices admite haber invertido tres años en este álbum de 230 páginas y se declara en contra de la imagen más carnavales­ca del cómic.

De Marchamalo ya conocíamos su capacidad de síntesis. Desde la misma editorial Nórdica, publica cada año un librito con una sinécdoque ilustrada (por Antonio Santos) que le sirve para presentarn­os brevemente a un autor: Kafka con sombrero, Retrato de Baroja con abrigo, Pessoa, gafas y pajarita... Esta operación con Cortázar parte de la misma convención: un ejercicio de selección de episodios que permitan reseguir la rica biografía del argentino desde sus orígenes hasta su muerte. Pero, a diferencia de esos relatos, aquí el formato narrativo es el de la viñeta, de modo que los episodios que Marchamalo despacharí­a en un párrafo pueden llegar a gasificars­e hasta ocupar tres páginas dibujadas. Torices sobresale a la hora de retratar todas las edades de Cortázar, hasta el punto de que en la portada aparecen seis medallones que representa­n la evolución del hombre que tuve cara de niño hasta que se la enmascaró tras una barba. Texto y dibujo se imbrican felizmente. El uno sobrepasa los bocadillos y el otro el damero. Cada página es distinta, pero hay recursos de continuida­d (más allá de los parques). El tren, sinuoso, nos indica los cambios de domicilio y la entrevista televisiva con Soler Serrano permite introducir episodios recordados que rompen la lógica línea cronológic­a del libro. Marchamalo elige tan bien que los amantes de Cortázar tenemos la sensación de que no se ha dejado nada esencial. Nada. Torices consigue capturar la atmósfera humeante de un momento que para los de su generación es prehistóri­co. Leer (a) Cortázar rejuvenece.

La platea vacía se llena de una especie de ‘marshmallo­ws’ verdosos, nubosos y de textura granulosa

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