La Vanguardia

El escritor que sabe lo que se cuece

EN SUS ARTÍCULOS SOBRE COMER Y BEBER QUIM MONZÓ RIDICULIZA LAS MODAS, LAMENTA LA DESAPARICI­ÓN DE GRANDES RECETAS Y CELEBRA LA POTENCIA DEL PICANTE. Y SI LA COCINA CAE EN LA TENTACIÓN DE DARSE DEMASIADA IMPORTANCI­A DISFRAZÁND­OSE DE GASTRONOMÍ­A, ÉL FRIVOLIZ

- quim monzó

Seis años después de publicar Esplendor y gloria de la Internacio­nal

Papanatas (Ed. Quaderns Crema), Quim Monzó vuelve con una recopilaci­ón de artículos sobre comer y beber. El libro tiene título, Taula i barra, subtítulo, Diccionari de menjar i beure, editor, Libros de Vanguardia, y responsabl­e, Julià Guillamon. Organizado­s como diccionari­o temático, los ochenta y siete artículos confirman una impresión que los lectores habituales de Monzó ya intuían: que uno de los territorio­s de observació­n, reflexión y divagación que más le gustan son los bares, los restaurant­es y sus respectiva­s ondas expansivas. Sin la energía de Guillamon, puede que Monzó hubiera mantenido su deseo de no publicar. El resultado, sin embargo, transforma la inevitable fragmentac­ión de los artículos en un todo coherente. “No publicaba porque las recopilaci­ones de artículos necesitan energía y memoria. Guillamon sabe más de mis artículos que yo, que ya olvido muchas cosas. Y no publico narrativa por- que estoy hasta los huevos que, tras esforzarte durante años, lleguen los piratas y, dos días después de publicarlo, lo cuelguen en la web para llevarse una pasta”, matiza.

Enemigo de la gastronomí­a entendida como camelo al servicio de aberracion­es e imposturas impunement­e celebradas, Monzó ha mantenido su papel de usuario de infantería que durante décadas no ha dejado de comer y beber fuera de casa con un hambre y una sed pantagruél­icas y vocacional­es. Un hambre y una sed certificad­os por unos análisis que, en teoría, le obli-

gan a ser frugal. Digo en teoría porque en la práctica la lista de alimentos prohibidos es relativa. “Me los prohíben pero no dejo de comer. Quizás no en la cantidad que lo hacía antes. Los dulces sí los he dejado, pero no tiene mérito porque antes ya comía muy pocos”.

Los profesiona­les hosteleros que lo han atendido a lo largo de los últimos cuarenta y cinco años pueden dar fe que Monzó no es un cliente convencion­al. Si se enamora de un cóctel o de un plato, repite al instante y, al día siguiente, acompañado de amigos (que no tiene) o familiares, vuelve y los comparte (a veces por Twitter) con la misma generosa voracidad. En cambio, si se siente maltratado por un abuso de ínfulas o le endosan un solomillo congelado, una paella que no es paella, un maridaje que invita al divorcio o una diarrea mental de crítico petulante, lo aprovecha para escribir artículos de glotonería protesta en los que aplica un método implacable de venganza (lo lleva en la sangre: su madre elevaba el rencor a categoría de arte y él ha heredado el dominio de una memoria que, filtrada por el humor, nunca olvida una putada ni perdona la ostentació­n de idiotez).

Las armas preferidas de Monzó no son, ni en el elogio ni en la crítica, los aspaviento­s, sino una argumentac­ión que cuestiona las evidencias a través de un sentido común alérgico a la sumisión gregaria y que a lo largo de los años se ha especializ­ado en burlarse de los focos incontrola­dos de estupidez. Como estupidólo­go diletante, pues, no ha dejado de escribir sobre comer y beber en una época en la que estas actividade­s adquiriero­n categoría de I+D, de referente nacional o, por decirlo con un adjetivo del libro, de estafa “tecnodepri­mida”.

Pese a la autocompla­cencia del sector y la multiplica­ción de mandarines adosados a la cocina, la mirada de Monzó, que alterna el detalle microscópi­co con la panorámica telescópic­a, apenas ha cambiado: “Cuando pienso que más bajo no se puede caer, siempre me sorprende y cae un poco más. Ahora me fascinan los restaurant­es que no utilizan platos sino que te sirven la comida en la mesa sobre baldosas de pizarra o en tarros de cocina. Me descojono”. Y descojonar­se no es ninguna metáfora. He visto a Monzó partirse literalmen­te de risa ante la incompeten­cia de un bartender presuntuos­o, de una carta redactada por analfabeto­s con delirios de grandeza o de un inventor de sopas de ajos deconstrui­das prosopopei­cas. Y le he visto combatir la estupidez con el arma infalible del humor o con actos de protesta situacioni­stas. Ejemplos: si el restaurant­e era demasiado sombrío, Monzó se ponía una lámpara de espeleólog­o en la frente para enfocar su plato. Si la música ambiental estaba demasiado alta, encendía un transistor que llevaba en su mochila. Si las copas de vino eran ridículame­nte pequeñas, pedía que le trajeran otras... aún más pequeñas. Si en un restaurant­e estirado de Burdeos todos los vinos de la carta eran de Burdeos, pedía uno del Jura con ademán de inspector de la Michelin.

Sin proponérse­lo, Taula i barra también acaba siendo una guía de restaurant­es y bares desapareci­dos. ¿Echas de menos alguno?, pregunto. “Es curioso, pero no. Quizás porque se abren tantos restaurant­es nuevos que no alcanzo a probar qué se come. Y como me he hecho mayor y ya no voy a los bares a beber...” Pero enseguida se le ilumina la mirada y se le hace la boca agua recordando El Raïm, un restaurant­e del Born en el que se servían grandes estofados de caza o el OK Bar (calle Marià Cubí), un bar americano que durante unos años le permitió beber en un decorado insólito y, al mismo tiempo, leer revistas norteameri­canas como la surrealist­a y paródica National

Lampoon.

Las armas preferidas de Quim Monzó no son, ni en el elogio ni en la crítica, los aspaviento­s “Me fascina que no se utilicen platos sino baldosas de pizarra o tarros de cocina. Me descojono”

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PEDRO MADUEÑO

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