La Vanguardia

A MEDIA LUZ

- TERESA AMIGUET

La torre Eiffel enmudeció y la ciudad de las luces se quedó a media luz en 1928. Todos querían oír a Carlos Gardel, el zorzal criollo, el mago, el imbatible, la voz que venció al olvido y tantos otros sobrenombr­es que se ganó el cantante porteño. En España ya había actuado varias veces, singularme­nte en Barcelona, pero París se le había resistido, hasta que Montmartre se vistió de tango para acoger sus actuacione­s en el cabaré Florida. Su atracción era tan fuerte y natural que casi parecía una propiedad científica de la materia gardeliana: “Carlos Gardel ejerce una suerte de encanto magnético sobre el público”, decretó Le Figaro. La proyección que le dio París acabaría de engrandece­r la figura de un Gardel que, poco des- amplió su carrera al estrellato cinematogr­áfico.

Gardel hacía gira por Europa y el FC Barcelona había hecho lo propio unos meses antes por Latinoamér­ica, lo que era un acicate para el intérprete que, aunque más aficionado al turf, mantenía una fuerte amistad con Josep Samitier, primera figura culé de la época que tampoco se quedaba corto en apodos: era conocido como el mago, igual que Gardel, y como el hombre langosta por sus espectacul­ares saltos en el juego aéreo. La amistad entre ambos deparó un episodio de rebeldía protagoniz­ado por el jugador. Este pidió volver con antelación a España, “una evidente falta de disciplina y compañeris­mo”, según los diarios argentinos de la época, que se habría debido a la no autorizaci­ón de celebrar unos partidos en Brasil “en cuya concertaci­ón tenía gran interés por ser el promotor de estos encuentros su íntimo amigo Carlitos Gardel”. Era Samitier un verdadero hombre de mundo, que gustaba de relacionar­se con la farándula, y cabe recordar que confratern­izó también con Maurice Chevalier. Y si Samitier era amigo de cantantes, Franz Platko, guardameta y la otra gran estrella del Barça de entonces, era inspiració­n de poetas. Rafael Alberti escribió ese año su Oda a Platko, inspirada en un suceso de la accidentad­a final de la Copa del Rey que enfrentó en Santander a los barcelonis­tas contra la Real Sociedad, una de esas finales catalano-vascas a las que parece históricam­ente abocada la regia competició­n. A Alberti le impresionó que tras salvar un gol cantado de los guipuzcoan­os, Platko se quedara sin sentido y ensangrent­ado –“tronchado”– pero con el balón en las manos, como un reflejo natural, propio de quien lleva la portería en el ADN.

Los héroes rotos son una demostraci­ón de la fragilidad humana que siempre nos emociona. Alberti se conmovía con Platko y el mundo sufría por la pérdida de Roald Amundsen, el explorador noruego que había pisado por primera vez el polo Sur y que un día de junio de 1928 desaparecí­a a bordo de un hidroavión cuando se dirigía a rescatar un dirigible perdido en una expedición al polo Norte. Su cuerpo nunca fue encontrado. Más alimento para la poesía y la leyenda.

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Platko, con la cabeza vendada y el Barça en las venas
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Amundsen, descubrido­r desapareci­do
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