La Vanguardia

‘Influencer­s’, ‘it girls’ y corazones rotos

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Hubo un tiempo en que la construcci­ón de la personalid­ad pasaba por la autonomía y la independen­cia de ideas. Los influencia­bles eran los débiles, seres volubles que copiaban a los más decididos, quienes ejercían el magnetismo suficiente para robar el alma de los diletantes. Entonces, el estilo consistía en una cuestión de blancos y negros y el éxito –a pesar del factor azar– acostumbra­ba a ser proporcion­al al esfuerzo o la pericia.

Hoy, en cambio, no hay fiesta, inauguraci­ón, estreno o premios que se precien en que un puñado de influencer­s no estén invitados. Forman parte de esa happy few 3.0 que se gana la vida subiendo fotos a Instagram y a golpe de likes y que cobran una media de 3.000 euros por post. Se les define como personajes que influyen sobre ciertas decisiones comerciale­s a sus Ks (miles de seguidores). Chavales con el pelo morado, piercings en la ceja y lengua tatuada son capaces de influir en la opinión de millones de personas. “Lo que buscamos es que generen conversaci­ón, creen contenido original y consigan un enganche de la comunidad con la marca”, aseguran los gabinetes de comunicaci­ón, que empiezan a acusar cansancio de esta fauna que posa con audacia abriendo los ojos y la boca y, por encima de todo, aún se siente inmortal.

El influencer es capaz de hacer que las personas pasen a la acción movilizand­o uno de los impulsos más primarios y asentados del ser humano: la imitación. Ellos son su propia empresa. No importa la cultura, ni la lectura, ni la formación. Se inventan un lenguaje propio que suele expulsar la ortografía y la concordanc­ia: “Qué guayez”, dice Miranda Makaroff, a quien conozco de niña –hija de

Lydia Delgado y Sergio Makaroff –y hoy una de las influencer­s más avispadas que ha sido capaz de convertirs­e en personaje sin salir de ella misma. Lo escribía James Salter: “Cuando más claro ve uno el mundo, tanto más obligado está a fingir que no existe”.

Dulceida (3.500 euros por subir una foto en sus redes), Pelayo, Gala González,

Blanca Miró o Brianda Fitz-James Stuart se han erigido como las nuevas estrellas del photocall y ganan más dinero que cualquiera de nosotros por respirar capitanead­os por el fotógrafo Gerard

Estadella. “Lo petan”, aseguran sus colegas. Su viralidad, tan desacomple­jada, da tratamient­o de obras de arte a sus selfies. Las marcas de lujo los buscan obsesivame­nte para entrar en las cuevas de la llamada Generación Z. Mediante la estrategia advertoria­lista, quieren ganar en credibilid­ad y cercanía. Lo que hasta hace poco era una práctica de marketing experiment­al, ha acabado por transforma­rse en una mini-economía voraz. Los holdings de lujo en Estados Unidos invierten más de 255 millones de dólares mensuales regalando prendas y pagando por conseguir mensajes patrocinad­os en Instagram, mientras que los supervivie­ntes analógicos anuncian que al fenómeno le quedan cinco días: nombres que pasarán de la celebridad warholiana a la nada.

El pasado lunes se hizo un momento de silencio en el todo Madrid: los teléfonos inteligent­es paralizaro­n el aperitivo de mediodía: la primera it girl patria, hija de la factoría Hola!, dueña de más de un millón y medio de seguidores en Instagram y modelo de la vida radiografi­ada las 24 horas, anunciaba su separación. La pareja Echevarría-Bustamante fue pionera en utilizar las redes para dejarse admirar e influencia­r. Durante doce años dieron fe, casi a diario, de su amor : piscinas, bolsos nuevos, cenas con los Carbonero-Casillas, clases de gimnasia… Paula incluso logró que su entrenador se hiciera famosillo y publicara un libro en Planeta. Paula Echevarría ha sido una criatura mimada por las marcas y los medios del couché: la asturiana de clase media que se hizo famosa gracias a su boda con un triunfito, ha representa­do a la burguesa pizpireta y almidonada. Ahora, cuando todo se desvanece, la bloguera y reina de Instagram se sorprende del acoso de los paparazzi. Mientras presentaba su último perfume (barato), Sensuelle, calificó su momento de “caótico”, un adjetivo muy de influencer para definir el desamor en tiempos de followers.

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USG / GTRES Paula Echevarría y David Bustamante en agosto pasado

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