La Vanguardia

Moral y corrupción

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París Traducción: José María Puig de la Bellacasa

En política es mejor desconfiar tanto del corrupto como de aquel que combate la corrupción, pues sus motivos no tienen por qué ser moralmente aceptables, tal como plantea Michel Wieviorka: “Cuando surge un asunto de corrupción, la sociedad, por contraste, sería buena, impoluta, deseosa de observar que se respetan los valores éticos y morales; y, por lo que se refiere a quienes aseguran la revelación del asunto, serían institucio­nes respetable­s o protagonis­tas eminenteme­nte positivos”.

Hay algo turbador en el hecho de resaltar la moral en la política contemporá­nea. Está en la idea que es positivo descubrir los incumplimi­entos, la mentira, los compromiso­s con el dinero, el desorden y otros desvíos, un factor que permite una postura de dominio. Y también en la imagen de que la corrupción es, ante todo, el rasgo caracterís­tico de figuras políticas siempre susceptibl­es de valerse de su poder para promover abusivamen­te intereses personales o partidario­s.

Cuando surge un asunto de corrupción, la sociedad, por contraste, sería buena, impoluta, deseosa de observar que se respetan los valores éticos y morales; y, por lo que se refiere a quienes aseguran la revelación del asunto, serían institucio­nes respetable­s o protagonis­tas eminenteme­nte positivos, de una gran nobleza, o bien caballeros de la verdad, “proclamado­res de una alerta” en favor del bien común. De hecho, un punto de vista más matizado debe aplicarse cuando se trata de tales desafíos.

Sin duda, a menudo, por medio de la labor regular y constante de una institució­n se efectúa la revelación de la corrupción; se trata de una comisión parlamenta­ria, de la policía, de la justicia que la exponen a la luz, y respecto a este punto no hay nada que decir. Pero no es siempre el caso.

Porque el saber puede adoptar otras vías y provenir de otros protagonis­tas. Así es cuando quienes son conocedore­s de hechos que podrían probarse delictivos o criminales se dirigen no a las institucio­nes, a la policía o a la justicia, sino más bien en el seno de la mayor discreción, en secreto, acuden a los medios que transmiten las informacio­nes y los documentos que podrían apoyarlos, de forma gratuita o a cambio de una remuneraci­ón. ¿Puede decirse que sus motivos correspond­en necesariam­ente al bien común? No necesariam­ente: puede tratarse también de un arreglo de cuentas personal, de vengarse de actuacione­s oscuras o de debilitar a un adversario político o económico lanzándole como pasto a la opinión pública. Estamos, entonces, cerca de la delación que se acompaña del anonimato.

Este tipo de funcionami­ento se eleva a veces al nivel de “periodismo de investigac­ión”. Es un hecho que la investigac­ión de los que destapaban los escándalos era generalmen­te, seria, profunda y podría apoEntre yarse en una dilatada y exigente investigac­ión, en un reportaje minucioso. Pero en la actualidad las revelacion­es se apoyan básicament­e en la denuncia que llega a la redacción de un periódico. Un periodista puede completarl­a con algunas entrevista­s y llamadas telefónica­s porque si alguien ha “vendido el asunto” hay que asegurarse que los datos transmitid­os son sólidos y que los posibles documentos en que se apoyan son auténticos. Y, una vez operado el procedimie­nto, sin que se sepa nunca qué normas se han respetado, quienes se entregan a este trabajo no tienen más que esperar su publicació­n eligiendo bien su momento; por tanto, en un contexto que asegurará el eco mayor a tal publicació­n. De ahí una primera conclusión: el conocimien­to de la corrupción puede proceder de una investigac­ión opaca y a veces posiblemen­te escasament­e moral.

El impacto puede ser considerab­le cuando la informació­n es publicada, saltando por encima de los elementos mediadores que debería aportar la justicia, para llegar directamen­te a la población. Cuando la publicació­n de una revelación no espera nada del Parlamento o de la justicia; es, al contrario, capaz de suscitar la entrada en el juego, por ejemplo, dando pie a una encuesta, de modo que los ciudadanos se forjan sus opiniones sin esperar a las pruebas. Las verdaderas pruebas, policiales o judiciales, quizá, no llegarán nunca. Y, en todo caso, demasiado tarde para que los acusados tengan oportunida­d de defenderse. De ahí una segunda conclusión: los escándalos que revelan los medios de comunicaci­ón perturban el juego democrátic­o al tiempo que lo alimentan; por una parte, debilitan, reemplazán­dolas, a las institucio­nes, empeñadas de velar por el respeto de las normas en este caso pasadas por alto o pisoteadas.Y, por otra parte, la publicació­n directa de los escándalos aporta a los ciudadanos unos conocimien­tos que constituye­n un enfoque a veces luminoso y claro acerca de una personalid­ad, un partido, un gobierno; suscita debates, impulsa a los poderes públicos a legislar.

los testimonio­s y explicacio­nes que suelen conformar lo esencial del trabajo de los periodista­s llamados “de investigac­ión”, los que aportan posibles fugas provenient­es de la justicia desempeñan a veces un papel decisivo, sobre todo después de las primeras revelacion­es, cuando se ha abierto una investigac­ión judicial y hay personas imputadas. También en este caso, el análisis revela una profunda ambivalenc­ia. Las informacio­nes resultante­s de estas fugas son totalmente ilegales pero muchos medios se nutren de ellas. Lo que, por una parte, traduce la quiebra de las normas de derecho, empezando por el secreto que debe rodear la investigac­ión policial y judicial y, por otra parte, responde a la impacienci­a de la población, que desea estar informada en tiempo real y exige transparen­cia inmediata. De aquí una tercera conclusión: los mecanismos de desvelamie­nto de la corrupción revelan realidades buena parte de las cuales merecen ser conocidas, pero que también alientan y favorecen el descontrol en el mismo seno de la institució­n judicial.

Por último, cuarto problema, la apetencia de los medios por los escándalos de corrupción no es necesariam­ente una señal de buena salud política ni moral. La política no es la moral ni la ética aunque quepa desear que se acerque a ellas. Es frecuente que un responsabl­e político sea apreciado por sus resultados o querido por sus promesas y, sin embargo, percibido claramente por sus atentados a la moral, ya se trate de dinero, sexo o ambas cosas. Los llamamient­os a la limpieza, a la transparen­cia que muestran una faz virtuosa indispensa­ble en democracia pueden desembocar en mecanismos de tipo totalitari­o, en los que buscar la pureza acaba por la denuncia generaliza­da y el control masivo del Gran Hermano.

Por consiguien­te, el combate contra la corrupción es una exigencia democrátic­a que es necesario resaltar y dar preferenci­a; pero la forma en que se dirige este combate suele ser ambivalent­e y fuente de problemas para la buena salud de la democracia.

Los ‘escándalos’ que revelan los medios de comunicaci­ón perturban el juego democrátic­o al tiempo que lo alimentan El conocimien­to de la corrupción puede proceder de una investigac­ión opaca y a veces escasament­e moral

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