La Vanguardia

Mi amiga Carme

- Joana Bonet

Carme Chacón vivió siempre como si no tuviera el corazón al revés. Estaba hecha de esa pasta que sella el coraje con sentimient­o y la disciplina con entusiasmo. No lo tuvo fácil. Luchó, y mucho. Sacó pecho nada más nacer. Trece médicos asistieron su parto. Los primeros días ni le pusieron nombre, pero sobrevivió.

La llamaron Carme. Un médico, el Dr. Petit, daría años más tarde con el diagnóstic­o: bloqueo aurículo-ventricula­r completo y transposic­ión de grandes vasos. Un corazón al revés.

Desafió esa espada de Damocles. No se crio como una enferma, todo lo contrario. De joven, era muy buena en baloncesto, pero un día se desmayó en la cancha y Esther, su madre dijo “Prou!”. Los libros se convirtier­on en su nueva cesta. En las aulas fue brillante, a ambos lados del pupitre. Y nunca una descastada: se sabía el nombre del último camarero. En el barquito de los padres la llamaban “Soraya” cuando se tumbaba al sol con un libro.

Era una amiga leal. Si alguna vez le decías que habías tenido un bajón se enfadaba: ¿por qué no me llamaste? Los primeros años, en Madrid, nos resguardam­os. Recuerdo una noche en la que quedamos a cenar y se lo adiviné en la luz: “Estás embarazada”. Aún era un secreto. Miquel fue otro regalo del coraje. Su amor redondo. Ni se acordó de su corazón al desear ser madre.

En un viaje en el que me sumé al grupo de periodista­s, las Navidades del 2008, en las bases militares de Herat, me asombró su seguridad al ejercer de jefa suprema; decía las cosas más duras en un tono de madera. Tengo muchos cuadernos escritos sobre su vida. Un libro a medio hacer. Entrevista­s con su familia, sus profesores, sus médicos, sus compañeros de partido, sus amigas… Pero surgieron las suspicacia­s. Las guerras internas. Que si acusarían al libro de ser una campaña de autopromoc­ión. Las cruces del oficio, contra las que siempre tuvo que bregar: ser mujer, joven, charnega, y durante nueve meses estar al mando de Defensa, embarazada.

Carme, tu esmoquin en la Pascua Militar; la botella de cava en el congelador; los libros de Koch y Bolaño; las tardes de parque en Santa Ana con los niños, la plastilina y la carpeta con el discurso; tu fe intacta que, a pesar de hidras y dinosaurio­s, del betún de la política, te hizo una mujer con una sonrisa grande, como tu corazón, que nunca nos pareció herido. Hace menos de treinta días, generosa como siempre, me acompañast­e de nuevo en un sarao. Llevabas el sol en la mirada. Ahora mismo, amiga, la idea de no volverte a ver se me hace insoportab­le.

Si alguna vez le decías que habías tenido un bajón se enfadaba: ¿por qué no me llamaste?

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