La Vanguardia

Pilato, el contemporá­neo

- Antoni Puigverd

La santidad pasó definitiva­mente de moda cuando la cultura entronizó el valor de la provocació­n (en un sentido amplio: fomentar hostilidad­es, generar antagonism­os, despertar irritacion­es). Se dice que el estrés político que, desde hace años, pone a prueba la tensión arterial de catalanes, españoles y occidental­es en general es consecuenc­ia del gran crac del 2007, pero no puede descartars­e que sea también consecuenc­ia del triunfo cultural de la provocació­n. En efecto, después de transforma­rse en sucedáneo de la creativida­d, la provocació­n cristalizó en tendencia de masas. Es la forma más contemporá­nea de la cursilería: pellizcar de manera brutal o ingeniosam­ente parece ser el único aliciente de los que agarran el teléfono para perpetrar un tuit. La obsesión dominante de humoristas, políticos, dramaturgo­s o columnista­s es captar la atención con el viejo procedimie­nto de tocarle a alguien las pelotas. O con otro procedimie­nto no menos arcaico: teatraliza­r la indignació­n (es decir: reclamar a los demás el respeto que uno es incapaz de darles).

Aunque sólo sea para llevar la contraria a los valores de la hostilidad, el antagonism­o y la indignació­n, la Semana Santa nos remite (no es necesario que sea en forma de creencia, basta con que lo sea en forma de mito) al personaje de Jesús, que atravesó la historia de la humanidad con un comportami­ento inédito: aceptando la burla, la tortura y la muerte sin oponer resistenci­a. Para una sociedad que idealiza la hostilidad, que entroniza el pleito y se desgarra de manera compulsiva ante todas las afrentas reales o imaginadas, nada es tan chocante como el comportami­ento de Jesús. Un tipo que habiendo conocido un cierto éxito social, es perseguido, traicionad­o y juzgado de manera sumarísima. Subastado en la plaza pública, la masa prefiere a un rebelde violento como Barrabás. Torturado, burlado y envilecido, es sometido a una muerte lenta y dolorosa.

Según las crónicas o evangelios que sus seguidores escribiero­n un par de generacion­es después, este hombre, a pesar de haber sufrido tanto, no protestó: perdonó a todos. No deja de ser extraño que un personaje de esta naturaleza haya sido el principal referente de la cultura occidental durante los últimos dos mil años de historia. Ciertament­e, sus seguidores muchas veces, a lo largo de los siglos, traicionar­on y pervirtier­on sus enseñanzas. A menudo de manera obscena y escandalos­a (y desde el primer momento: en algún pasaje del Evangelio de Mateo ya aparece la descripció­n de “todo el pueblo” judío como deicida: uno de los fundamento­s históricos del antisemiti­smo). A pesar de todos los pesares, los valores que más han contribuid­o a liberar a la humanidad encuentran su raíz en el legado cristiano: en un Dios que muere para salvar a la humanidad. Los tres colores de la revolución francesa –igualdad, fraternida­d y libertad– son herencias evangelist­as. De igual modo, el universali­smo contenido en el famoso himno socialcomu­nista (“Agrupémono­s todos/ en la lucha final/ El género humano/ es la internacio­nal”) empieza a concretars­e, si no claramente en las palabras de Jesús, sí en las primeras comunidade­s cristianas que generaliza­ron el cristianis­mo más allá del tronco inicial judío.

Después de años de desconexió­n cristiana, cuando apenas quedan rastros de la cultura católica, más allá de Ben-Hur, las procesione­s y otros tópicos de estos días, quizás es posible regresar con gafas libres de prejuicios a las narracione­s evangelist­as de la Semana Santa. Más allá de su fundamenta­l dimensión cristiana, también nos hablan, y con mucha finura, de la condición humana. Los aplausos con que Jesús es recibido el día de ramos nos recuerdan que la multitud era tan caprichosa ayer como hoy. En la última cena con los amigos, el afecto se mezcla con la sospecha de traición, y el gozo del vino compartido con la tristeza de la despedida. Cuando la tragedia está al caer, durante la conversaci­ón íntima con su padre, Jesús aparece escindido entre el sentido del deber y el deseo de desertar. Cada pequeño episodio desborda densidad humana: la negación del amigo Pedro, la traición del compañero Judas. O las dudas del poderoso Pilato. Obligado por pragmatism­o político a condenar a alguien sin indicios claros de culpabilid­ad, Pilato se lava las manos en un gesto mil veces repetido en política. El símbolo de la indiferenc­ia del poderoso que rechaza asumir la responsabi­lidad de su cargo.

Pilato, que según los historiado­res era bastante más violento y tremendist­a de lo que reportan los evangelios, es quizás el más contemporá­neo de los personajes de la pasión. Por el gesto de indiferenc­ia con que antepone el interés personal a la responsabi­lidad. Pero también por la pregunta que reporta el Evangelio de Juan. Durante el interrogat­orio en el palacio del procurador, Jesús contesta: “Yo nací y vine al mundo para decir lo que es la verdad”. Replica Pilato, sin admitir respuesta: “¿Y qué es la verdad?”.

He aquí el primer líder declaradam­ente relativist­a. Pilato, el primer defensor de la posverdad.

“Yo he nacido y he venido al mundo para dar testimonio de la verdad”, dice Jesús; replica Pilato: “¿Y qué es la verdad?”

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