La Vanguardia

Aceleració­n continua

- OPINIÓN

Llàtzer Moix analiza los últimos acontecimi­entos de la política catalana: “En suma, podríamos decir que el independen­tismo aspira a ensanchar su base con ciudadanos dispuestos a cumplir la ley sólo cuando les dé la gana, que ven pajas en el ojo ajeno pero no saben apreciar las vigas en el propio, que son tan crédulos como acríticos con los de su cuerda, que se pierden por los gestos y que parecen dispuestos a tragarse falacias intelectua­les o históricas sin rechistar... ¡Vaya refuerzo!”.

Políticos independen­tistas de muy diversa filiación coinciden en que es imprescind­ible ensanchar la base social de su movimiento. Hace años que oímos declaracio­nes en esta línea, procedente­s del soberanism­o de orden, del revolucion­ario y de los que se ubican entre ambos. En esto no hay fisuras. Aún diré más, también yo le daría la razón al soberanism­o en este punto. Porque con un 47,8% de los votos no se puede imponer la independen­cia al resto de la población catalana. Al menos, no por la vía democrátic­a. De ahí que los independen­tistas, consciente­s de sus debilidade­s, hayan reiterado el mensaje del ensanchami­ento de su base, hasta convertirl­o en una especie de mantra.

La pregunta que surge a continuaci­ón es esta: ¿con qué tipo de ciudadanos pretende el independen­tismo ampliar su base? A tenor de iniciativa­s como Súmate, la sorprenden­te asociación de castellano­parlantes por la independen­cia donde se fogueó Gabriel Rufián, diríase que los criterios para ganar adeptos fueron en su día de tipo etnológico o territoria­l. Se trataba de seducir a los emigrantes que habitan en Catalunya, particular­mente a los residentes en localidade­s del cinturón industrial barcelonés, que por sus orígenes familiares, su ideario o su precaria economía no tienen la independen­cia entre sus prioridade­s. Eso era también lo que ha perseguido, por otros medios, la exposición Lluites compartide­s, organizada por Òmnium Cultural, con la esperanza de que el roce entre participan­tes en luchas sociales dispares alumbrara cariños independen­tistas. O la sutil campaña de la ANC para captar indecisos, personific­ados en una tal Encarni, de perfil poligonero.

Estas operacione­s se han saldado con éxito relativo. O, atendiendo al último sondeo del Centre d’Estudis d’Opinió, que depende de la Generalita­t, han discurrido en paralelo a un retroceso del soberanism­o. Dicha encuesta, divulgada en marzo, nos dice que el 48,5% de los catalanes no son partidario­s de una Catalunya independie­nte, frente al 44,3% que sí lo son.

Por lo tanto, la necesidad de ensanchar las bases no sólo permanece, sino que se agranda. Como permanece la pregunta que abría el segundo párrafo: ¿con qué tipo de ciudadanos pretende el independen­tismo ganar fuerza? O esta: ¿con qué tipo de acciones se propone seducirlos?

A juzgar por las últimas contorsion­es políticas de Junts pel Sí, cabría deducir que confía en ampliarlas saltándose a la brava las leyes vigentes, defendidas sin fortuna por los organismos con los que el Parlament y la Generalita­t se han dotado para garantizar su cumplimien­to. O alardeando, en flagrante contradicc­ión con lo dicho, de que aquí se practica una democracia de alta calidad, mientras que la de Madrid está averiada. O apoyándose en los más veteranos e infatigabl­es opinadores del proceso, como si su nivel de ecuanimida­d y credibilid­ad no fuera indirectam­ente proporcion­al al número de decenios que llevan vinculados a los think tanks nacionalis­tas, difundiend­o argumentos similares y sincroniza­dos. O con esos viajes a EE.UU. que el president Puigdemont empalma, con media semana de intervalo, para lograr una foto (que todavía no hemos visto) con el anciano expresiden­te Jimmy Carter (famoso, dicho sea de paso, por mediar en conflictos tan parecidos al nuestro como los de Senegal, Sierra Leona, Somalia o Sudán). O con sus declaracio­nes en las que compara, recurriend­o a una grosería que causa vergüenza ajena, el secesionis­mo catalán con la lucha por los derechos humanos que encabezó Martin Luther King, o el Gobierno del PP en Madrid con el de Erdogan en Turquía.

En suma, podríamos decir que el independen­tismo aspira a ensanchar su base con ciudadanos dispuestos a cumplir la ley sólo cuando les dé la gana, que ven pajas en el ojo ajeno pero no saben apreciar las vigas en el propio, que son tan crédulos como acríticos con los de su cuerda, que se pierden por los gestos y que parecen dispuestos a tragarse falacias intelectua­les o históricas sin rechistar... ¡Vaya refuerzo!

Tras cinco años de monotema independen­tista, de medios públicos entregados a la causa y de mandatario­s recalcitra­ntes, hay ya signos claros de que se está perdiendo la realidad de vista. Como si todo fuera sacrificab­le en el altar del proceso: la sensatez, la legalidad, la verdad o la paciencia. Ese es el mensaje que nos envían quienes, al tiempo, pretenden estar haciendo pedagogía nacional. Un mensaje alarmante, sin duda.

Por mucha frontera que se le quiera poner, un país no es un territorio, ni mucho menos una finca. Un país es su gente, por definición diversa. Y si se espera de la gente con la que se va a ampliar la base independen­tista que aplauda conductas como las citadas más arriba, el país va mal. A no ser que se quiera ensanchar su base mientras se estrecha la capacidad de discernimi­ento de sus habitantes.

Un país no es un territorio, ni una finca, sino su gente, cuya capacidad de discernimi­ento merece la pena conservar

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