UN PAÍS ENTRE DOS MUNDOS
La polariz ción ela ocieda urca sa aal vist Estambul.
Para percatarse de las dos orillas, ni siquiera hace falta bajar del transbordador. La súbita y nutrida presencia de chicas con el pelo cubierto deja claro al pasajero europeo que está cambiando de continente, sin cambiar de ciudad. Y en siete minutos se halla en un mundo en el que el progreso no ha borrado del todo un ritmo de vida más pausado, donde hay mezquitas que llevan seis siglos llenas y donde las mujeres pasean cogidas del brazo del marido, entre puestos de pescado fresco, pistachos y baklavas. Y donde la reconcentrada densidad del café turco –servido con toda su parafernalia de latón, su vasito de agua y su sorbete– aún no ha sido destronada por la espuma de los capuchinos. En Üsküdar –la antigua Scutari, posta final de las caravanas de Arabia y de la ruta de la seda– el sorbo original resiste al rizo, aunque los cantos del almuédano se confundan ya con los cantos de sirena de la qatarización y su consumismo apto para paladares halal, como los del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Recep Tayyip Erdogan.
La inseguridad acerca del código social también se da, en sentido contrario, en el pasajero anatolio que desembarca en Besiktas y lo primero que ve son terrazas con chicos y chicas dando buena cuenta de sus jarras de cerveza. Más adelante, estos días, se habrá topado con una concentración a favor del no, con universitarios ruidosamente anti-Erdogan. “Queremos libertad para Turquía”, exige Ugur, junto a una joven de ojos verdes y diadema floral que no proclama un flower power de tulipanes, sino su adoración por el general y padre de la patria, Mustafá Kemal: “Atatürk, Atatürk, Atatürk”, corea junto a las juventudes kemalistas del antiguo partido único y hoy opositor Partido Republicano del Pueblo (CHP), como quien da mamporrazos con el Código Civil a los emboscados amigos de la charia. Juntos pero no revueltos están cuatro kurdos en su chiringuito del Partido Democrático de los Pueblos (HDP) –el plural no es inocente– con la discreción propia de quien tiene a su plana mayor en la cárcel. (En una visita posterior tanto ellos como su puesto han desaparecido).
Cuando el hipotético pasajero anatolio de inevitable bigote enfila colina arriba, hasta Visnezade y Nisantasi, el acomodado barrio del Nobel Orhan Pamuk, ya no le queda ninguna duda de que está en otro país, más próximo a un anuncio de Martini que a su pueblo del mar Negro. A medio repe-Constitución cho, terminaría de descolocarlo el parque de Abbasaga, donde se levantan una docena de estatuas de otros tantos intelectuales o izquierdistas asesinados en las últimas décadas por el pistolerismo de Estado. Allí, en una concurrida jornada de talleres por el no a Erdogan –desde autodefensa a veganismo–, ondeaban el pasado fin de semana los retratos del general Atatürk en curioso contubernio con banderolas arco iris y lemas contra la homofobia.
La monitora del taller de flamenco, Günesh, reúne todos los requisitos para votar no, al ser hija de padre kurdo y de madre aleví, una subsecta del chiismo a la que pertenecen uno de cada cinco turcos, pero que a diferencia del sunismo no cuenta con ningún apoyo por parte del Estado por su carácter heterodoxo, que exime de rezar cinco veces al día o ayunar en Ramadán. Estudiante de arquitectura del paisaje, dice ser consciente de la contradicción de defender la anterior impuesta por los golpistas, así como de la innominable polarización sectaria, étnica y de clase a la que se está conduciendo el país. Tanto es así que cualquier turco puede adivinar a simple vista, con escaso margen de error, qué votará otro turco. “Lamento mucho esta división, pero sólo me dejan escoger entre el sí y el no, y va a ser que no, porque no quiero un dictador”, confiesa. “Y tampoco es del todo cierto que el no sea un voto de ricos. Ahí están los kurdos. Y si los alevíes vivimos en general un poco mejor es porque las mujeres trabajamos”.
Los pasajeros del Bósforo llevan meses cruzándose con submarinos o fragatas rusas que les recuerdan que la guerra de Siria –en la que Turquía ha hecho de aprendiz de brujo– está a la vuelta de la esquina y que sus consecuencias son de tan difícil contención como los gases. Las suspicacias, además, están a flor de piel, pocos meses después del enésimo golpe militar, en julio pasado, que por primera vez se quedó en conato –y es justo reconocerlo– por la determinación de Erdogan y de millones de sus seguidores durante las horas clave, a riesgo de sus vidas. Lo cual no evita las críticas de los que consideran que el AKP se ha extralimitado en las purgas subsiguientes en beneficio de los suyos y para intimidar a la oposición. La delación está a la orden del día y una mujer me confiesa haber denunciado a su propio tío, ahora en la cárcel.
Decenas de miles de funcionarios y sobre todo jueces y policías han sido despedidos. Aunque un traductor de español, que votará no, desdramatiza algo la situación: “En la mayoría de los casos el AKP sabe con exactitud a quien poner en la calle por la sencilla razón de que fueron ellos mismos quienes los contrataron, como pago a la red de Gülen, en el momento en que esta les proveía de los cuadros de los que carecían”. En otros miles de casos, la prueba de cargo es By-lock, un sistema de mensajería encriptada usado por la red de Gülen hasta pocos meses antes del golpe.
Pero también están pagando justos por pecadores. “En su día voté a favor de los cambios constitucionales para que mis compañeras pudieran llevar pañuelo en la universidad, pero ahora cuando veo a una siento odio”, confiesa Selin (nombre cambiado). La explicación es que perdió su empleo como profesora al ser denunciada –“falsamente”– como partidaria de Fethullah Gülen, el magnate religioso residente en Pennsylvania al que su antiguo aliado Erdogan acusa de estar detrás de la intentona golpista. Quien acusó a Selin fue una devota con pañuelo del AKP. Son tantos los resquemores que está provocando la campaña por el sí de la apisonadora mediática, que la semana pasada el hermano de Selin “se negó a pronunciar el sí en su propia boda”, optando por un circunloquio.
Selin y su hermano también son alevíes, como las ocho víctimas mortales del parque Gezi, en el 2013, cuando Erdogan reprimió con violencia lo que entendió que era un intento de derrocarlo en la estela del Meidán o de la primavera árabe, que él había apoyado en El Cairo. Con un ojo en Bruselas, Erdogan tendió inicialmente la mano a los kurdos, como no lo habían hecho sus predecesores en cuatro décadas. Pero cuando se dio cuenta de que así perdía votos, volvió a los métodos represivos de los jacobinos kemalistas para recuperar la mayoría absoluta.
Fuad, un joven agente inmobiliario, confiesa su rechazo epidérmico a la gente del AKP nada más desembarcar en Üsküdar. Pronto se confirma su impresión de estar en territorio hostil. El golpe fallido, que dejó en el distrito un mínimo de 18 civiles muertos (256 en toda Turquía), aún está reciente y un hombre recrimina a un grupo de reclutas que no tengan nada mejor que hacer que sacarle brillo al monumento a Atatürk, antes de propinarle un puñetazo a uno de ellos. Una escena impensable hace muy poco y que demuestra que el miedo en Turquía ha cambiado de bando. “Ves, ya no hay respeto por el ejército”, se lamenta Fuad.
Los quince años de espectacular crecimiento económico bajo la égida del AKP –sólo ahora ralentizado– han consolidado una clase media en la Turquía profunda, menos vinculada al sector público. Pequeños empresarios a la italiana que ya no consideran que hacer profesión de fe laica sea un peaje necesario para el ascenso social. Sus mujeres ya no se
Las mezquitas están llenas, y las mujeres, con velo, pasean del brazo del marido
Chicos y chicas beben cerveza en las terrazas; una joven porta una diadema por Atatürk
Los pasajeros llevan meses cruzándose con submarinos o fragatas rusas
El AKP está recosiendo Turquía con nuevas mezquitas y enormes infraestructuras
Los jóvenes ricos amenazan con irse a EE.UU., pero los pobres ya no deben emigrar
quitan el pañuelo, aunque pasen un mal trago en según qué contextos. En Üsküdar, la tienda de muebles Karavan refleja el gusto recargado de esta nueva burguesía provinciana, adicta al pan de oro y las maderas macizas y torneadas. Su juventud dorada –ellas con el pelo cubierto, ellos con barba en el punto medio de lo hipster y lo califal– apura sus consumiciones con gran civilidad en los recoletos cafés Asiyan o Payedar, con clásicos instrumentales turcos en el hilo musical y vistas a los minaretes que apuntan al otro lado del Bósforo.
Aunque algunas mezquitas de Üsküdar datan del siglo XV, todas parecen recién inauguradas, gracias al dadivoso gobierno de Erdogan. Sobresalen por doquier tumbas centenarias con turbantes de piedra. Sus epitafios en turco otomano (con caracteres árabes) ya no los entiende nadie, a causa de la aculturación impuesta hace ochenta años por Atatürk, contra la que se ha venido rebe- lando, con pasos muy medidos, el AKP. En Üsküdar –fundada por griegos– también nació el magnate armenio Calouste Gulbenkian, el primero que extrajo petróleo de Irak, un asunto nuevamente relevante en las ambiciones turcas, hasta el punto que Erdogan ha nombrado como ministro de Energía a su propio yerno.
El restaurante Saray, de bocadillos de pescado y mondonguillas, está puerta con puerta con los dos símbolos más cotizados de la Turquía erdoganista: las mezquitas otomanas y las grandes infraestructuras. En el primer caso, la de Yeni Valide y en el segundo, el acceso al Marmaray, el metro que cruza por debajo del Bósforo. Una más de las muchas obras faraónicas con las que el AKP está recosiendo Turquía, con Estambul como escaparate internacional: algo más arriba construye el mayor aeropuerto del mundo. Y cerca ya del mar Negro, inauguró a los pocos días del golpe el tercer puente sobre el Bósforo, con poca antelación respecto al impecable túnel Eurasia, por el que ya circulan los coches. Y en la colina más visible del Bósforo, al norte de Üsküdar, Erdogan está a punto de completar una gigantesca mezquita blanca de seis minaretes, digna de un califa.
Pero el patrón del Saray es un escéptico: “Toda mi familia vamos a votar que no, para que Erdogan no se convierta en un dictador”. Vaticina un resultado muy ajustado a escala nacional, aunque “aquí en Üsküdar ganará el sí, sobre todo en los barrios obreros como Ümraniye, donde el 80% votará por Erdogan”. ¿Por qué? “Por sus programas sociales y por falta de educación. Erdogan odia la cultura, pero a ellos les da igual”.
Aunque muchos jóvenes sobradamente preparados y de familia acomodada amagan con expatriarse a Estados Unidos si Erdogan gana el referéndum, en los barrios obreros como Kasimpasa –donde de niño Erdogan le daba patadas al balón y hoy da nombre al estadio de fútbol– o en la Turquía rural, los jóvenes ya hace años que no se ven abocados a emigrar a Europa.
Y es que el salto económico dado por Turquía durante la eficaz gestión de Recep Tayyip Erdogan está fuera de duda, como lo está la mayor sujeción de la jerarquía militar al poder civil, otra clave en el fracaso del golpe. Sin embargo, en su papel de nuevo padre de los turcos, Erdogan está desandando los pasos que dio él mismo en el camino de las libertades, siguiendo la estrella de Bruselas. Amenaza ya con restaurar la pena de muerte que abolió su propio gobierno. Y con apartar de Europa al país que él finalmente logró poner a sus puertas.