La Vanguardia

Dios como referente

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En esta parte del globo, casi siempre en estática contemplac­ión de su propio ombligo, muchísima gente, pese a la crisis, se siente orgullosa del tiempo en que vivimos, con no poca razón.

La ciencia y la técnica, por ejemplo, han adelantado una barbaridad. El siglo XX fue un siglo de grandes horrores pero también de grandes avances. Casi en los albores del siglo XXI se consiguió descifrar el mapa de nuestro genoma y se llegó al descubrimi­ento del bosón de Higgs, fundamenta­l para la física de partículas. También en robótica los progresos han sido extraordin­arios y no digamos en el campo de las redes de comunicaci­ón.

Hace más tiempo, allá por los felices sesenta del siglo pasado, los americanos llegaron a la Luna, digamos que la conquistar­on para la humanidad. La carrera espacial, en la que rivalizaro­n rusos y americanos, siguió su curso y ahora, acabada la guerra fría, los viajes espaciales están al alcance de las bolsas de algunos archimillo­narios. Pero no hace falta llegar tan lejos para constatar que, a consecuenc­ia del desarrollo científico y técnico, la llamada sociedad del bienestar ha ofrecido al hombre blanco, más o menos civilizado –es un decir–, un sinfín de ventajas que le han simplifica­do el trabajo y amplificad­o el ocio.

Gracias a un montón de aparatos electrónic­os, asequibles a la mayoría, muchos quehaceres domésticos se han casi reducido a apretar botones. En nuestro país, según las encuestas, el grado de tecnificac­ión del hogar ha aumentado considerab­lemente. Un dato alentador a favor de la prosperida­d mundial. ¿Qué importanci­a tiene para esa prosperida­d que en los campos de refugiados de los palestinos, en los de los sirios que huyen de la guerra no haya agua corriente o que las chabolas que rodean Caracas no tengan electricid­ad? Ninguna. ¿Acaso es relevante que las lavadoras sean en Sudán para potentados y entre los masáis no se usen los microondas? En absoluto. Allá ellos. Esas carencias poco tienen que ver con nuestro desarrollo.

En el primer mundo, las vacunas y otros tantos fármacos han prolongado la vida hasta límites impensable­s y dentro de nada el cáncer, contraído por los blancos con poder adquisitiv­o, podrá curarse como se cura un resfriado. La mortalidad infantil del tercer mundo, la mortalidad causada por la guerra o por el hambre en tantas zonas de África o de Asia son, claro está, cosa distinta, nimia, quizá. Además allí hay problemas de salud endémicos y el sida, tan extendido en grandes zonas del continente africano, resulta, naturalmen­te, más difícil de erradicar. ¡Qué le vamos a hacer!

El control de natalidad, la fecundació­n in vitro, los vientres de alquiler han cambiado los sistemas reproducti­vos en Occidente. Los avances genéticos y hasta la investigac­ión rápida y fácil de la paternidad puesta en duda han permitido otras certidumbr­es antes de ayer insospecha­das. Y, por si fuera poco, ahí está el maná de la Viagra, y su potencia reparadora para consuelo de partes blandas afligidas en el refinado primer mundo. En los otros, en el segundo y en el tercero, hay menos problemas de impotencia y una natalidad incontrola­ble, quizá como venganza.

En las zonas industrial­izadas, la realidad virtual ha entrado en nuestras vidas y nos ha convertido en cosmonauta­s. A través de una pantalla que nos permite viajar sin movernos de casa, podemos asomarnos a cualquier lugar y hasta hacer amigos o enemigos en la otra punta del globo. La telefonía móvil ha abaratado la soledad y ahora andamos todos bajo cobertura.

En esos otros lugares habitados por los parias la realidad no tiene nada de virtual. Además, con excepción de algunas tribus nómadas o de nómadas forzados por alguna catástrofe, como tantos y tantos refugiados a los que Occidente trata como escoria, se viaja poco. Acabado el esfuerzo por conseguir algo de comida, esos otros hombres y mujeres de África, Asia o América, se sientan a ver pasar las horas, en consonanci­a con los trabajos y los días, suelen rezar.

En Occidente somos laicos, pero creemos con fe ciega que es el nuestro el mejor de los mundos posibles. En las calles de nuestras ciudades hasta los pobres, de acuerdo con nuestro sistema, ya no mencionan a Dios para pedir una limosna como se hacía antes. Pero Dios, la eternidad y lo que nos espera cuando todas estas ventajas se acaben, siguen siendo las grandes incógnitas que hoy, domingo de Resurrecci­ón, me acechan quizá más que ningún otro día. En todas esas cuestiones los pobres de la tierra nos llevan la delantera, porque de los desheredad­os será el reino de los cielos y su fe les consuela de las escandalos­as carencias con la seguridad de una compensaci­ón eterna.

Pese a la amenaza de los fanáticos fundamenta­listas, para los estados aconfesion­ales del primer mundo no deja de ser una ganga que en los mundos de tercera, cuarta y hasta quinta, las religiones que prometen el paraíso después de la muerte y no en la vida, sigan siendo un referente. La fe en Dios es un consuelo y hasta un freno para vengarse de las injusticia­s que los del primer mundo les infligimos cada segundo con la mayor naturalida­d y con el recochineo de nuestra hipocresía.

La fe en Dios es un consuelo para vengarse de las injusticia­s que los del primer mundo infligimos cada segundo

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JORDI BARBA

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