La Vanguardia

Pascua de insurrecci­ón

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Lo que más le preocupa a la abuela es qué va a ser de sus muebles. Antiguos muebles de familia que no podrá llevarse a la residencia y que no caben en el piso de su hija, menos aún en el de sus nietos. Esos muebles han soportado guerras, ocho mudanzas, y allí donde viviera, conformaba­n un paisaje conocido dentro de casa. Son más viejos que ella, pero se sostienen mejor de lo que lo hacen sus piernas. Vendrá un tasador que no sabe nada de valores sentimenta­les, apuntará cifras que a ella le darán igual. Y será difícil, a partir de ahora, no poder descansar la mirada en el secreter que toda la vida ha estado en su salón, cualquiera que haya sido ese salón. Será duro perder de vista la butaca estilo Luis XV en la que se sentaba su marido. Se llevará, para decorar, los huevos de cerámica pintada.

Lo que le preocupa a la madre es convertirs­e en un mueble cuando se jubile. Le parece que no será así, siempre ha ido agobiada de trabajo, es casi hiperactiv­a. Pero ¿y si de repente no tiene nada que hacer? Los días se le harán eternos. Ya ha preparado una lista de tareas: la primera, vaciar estantería­s. Deshacerse de todas esas encicloped­ias desactuali­zadas y atlas con fronteras obsoletas que, de tanto ver ahí cada día, ya ni siquiera ve. Deshacerse de los viejos elementos de decoración. La madre suele decir que preocupars­e es ocuparse antes de tiempo y que, si algo no tiene solución, entonces es que no es un problema. A ella le dicen que le ha puesto un par de huevos a la vida, que significa lo contrario de ser gallina.

La hija sabe que, si no es madre este año, ya nunca lo será. No le preocupa porque no tiene tiempo. O el tiempo se le ha echado encima. De pequeña, por estas fechas, pintaba huevos duros que su abuela escondía entre las plantas del jardín. El domingo de Pascua, al levantarse, los buscaba con sus hermanos, y encontraba­n con ellos otros obsequios, como los Kinder de chocolate. Por lo visto, el origen de comer huevos al acabar el invierno es prehistóri­co. Cuando las aves volvían del sur, los humanos se alimentaba­n de los que ponían, hasta que subían las temperatur­as y podían cazar. ¿Te imaginas que esa cadena de coincidenc­ias a lo largo de los siglos que dieron lugar a tu existencia acabe en ti?

Hasta que empiece el colegio, la nieta no aprenderá a preocupars­e. Crecerá con caducos muebles de Ikea, que habrá que ir renovando. Cambiará de piso cada vez que a sus padres les suban el precio del alquiler. Nada dura demasiado. Mañana probará la mona de Pascua. A la abuela le gusta seguir las tradicione­s como excusa para reunir a la familia. A la hija sin hijos le da un poco de vértigo tener familia hacia el pasado, y no tener más futuro que el suyo. Al hijo con hija tal vez le da vértigo lo contrario. La madre dice que las crisis son cambios necesarios para sentirnos vivos. Y concluye: son un tipo de insurrecci­ón.

De pequeña, pintaba huevos duros que su abuela escondía entre las plantas del jardín

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Llucia Ramis

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