El infierno son los otros
Uno se pone en el Moll de Dipòsit sobre la 1 del mediodía a contar a las personas que van del Moll de la Fusta al paseo Joan de Borbó y le salen 89 por minuto, 5.340 por hora. A ratos uno tiene la impresión de que está en el multitudinario Primavera Sound. Una pareja de alemanes dice que necesitaban una escapada, romper con la monotonía, estirarse un fin de semana fuera del área metropolitana de Berlín. “Aquí brilla el sol, todos son amables. Pero las colas de los restaurantes son muy largas”. Los turistas añaden que se alojan en un apartotel, pero reconocen que habitualmente usan Airbnb. Hace poco, una inmobiliaria emitió una nota de prensa para explicar que el nuevo contrato de alquiler del local que hasta hace poco ocupaba el histórico restaurante Can Manel, uno de los últimos del paseo Joan de Borbó que aún estaban en manos de gente de toda la vida, suponía un incremento de la renta mensual de un 306%. Este dato explica mejor el crecimiento de la turismofobia en determinados barrios que los exabruptos de muchos vecinos de la Barceloneta tras cruzarse con segways, patinetes electrécticos, rickshaws con grandes carteles publicitarios... Y en la Rambla la afluencia de maletas enerva tanto como las esporas de los plátanos. Una hora después, entre las calles Urgell y Provença, el mismo ejercicio arrojó como resultado 12 personas por minuto, 720 por hora. Pero la placidez tiene las horas contadas. El Servei Català de Trànsit estima que entre ayer y hoy regresarán a Barcelona 620.000 vehículos. En muchas localidades costeras de Tarragona ya respiran aliviados. Los nativos están hartos de que los capitalinos dejen tiritando los estantes de los supermercados. Según Airbnb, en el 2015 unos 190.000 barceloneses se alojaron en sus vacaciones gracias a su web, y el año pasado, 380.000. ¡Gentrif-icadores!
Unos cuantos comerciantes del barrio del Carmel están pergeñando el modo de aprovechar este verano el gran flujo de turistas que vomita su parada del metro. Al parecer los guiris se encaminan a toda velocidad hacia el mirador del Turó de la Rovira y el Park Güell y no hacen ni una parada antes del bar Delicias, que aparece en muchas guías como claro ejemplo de lugar auténtico. Los comerciantes del Carmel explicaron sus inquietudes a un nuevo vecino, a un joven científico que acaba de regresar a la ciudad luego de que llegara a su fin la beca que disfrutaba en Escocia. El científico y su novia, también científica, aún no han encontrado trabajo en Barcelona. No hay una gran demanda de científicos en la ciudad. No pueden pagar un piso más cerca del centro. Pero no les importa. Cuentan que sus amigos, conocidos, compañeros de trabajo y generación se están estableciendo en los barrios de Horta, de Guinardó, de Congrès...
A mí siempre se me antojaron muy lejanos, pero una buena ruta de tapas siempre es tentadora... Yo, lo reconozco, soy uno de los primeros hipsters en colonizar el barrio de Sant Antoni. Cuando llegué, hace más de diez años, en la calle Parlament apenas se contaban un par de bares. Al poco de mudarme entré en uno de ellos y pedí una cerveza. Rechacé un platito de cortezas de cerdo. “Amigo –me dijo un parroquiano–, ¿tienes una tarjeta?”. “¿De visita?”. ¿Tan conocido soy?, pensé, ufano. “Da igual. Es para una raya”. Así se las gastaban hace diez años en Parlament. Afortunadamente aquel tugurio ya cerró. Los hipsters no somos tan malos. En el mismo local, en lugar de cortezas, sirven brochetas de salmón. Disfruto cada una como si fuera a ser la última.
Airbnb dice que unos 380.000 barceloneses se alojaron en sus vacaciones el año pasado a través de su web