Traducir poesía
Traducir tiene mucho que ver con restituir la verdad más profunda del texto original
Traducir es “hacer pasar a través”, transportar de una lengua a otra un contenido. Lo más importante no es la materia del poema sino el espíritu del poema, que es lo que primero hay que preservar cuando se traslada a otros soportes lingüísticos. Ya observaba Joan Fuster , en una nota de su dietario de 1953, que “es con los significados que el poeta crea: son significados lo que crea”.
Una traducción es siempre, como leer, una interpretación. A menudo no se tiene en cuenta, pero es evidente, que la intencionalidad última de todo texto literario es, por medio de los más diversos significantes, comunicar un significado, un significado que va más allá de las cosas designadas por las palabras. El sentido es tanto o más importante que las palabras, también en poesía. Y como escribe el glosador de Sueca (ahora en Figures de
temps), “la poesía tiene el destino de objetivar la zona más ardiente del mundo de un hombre, que sólo por la poesía conseguirá revelarse. Y todavía se podría añadir que sólo hay poesía cuando hay revelación. O si se quiere sin un tono tan determinante: la cantidad, o la calidad, de la poesía es proporcional al grado de revelación que contiene”.
Sí, traducir tiene mucho que ver con restituir la verdad más profunda del texto original. O tiene mucho que ver con restaurar la vibración de sentimientos y pensamientos con que el escrito original fue creado. Es esta una tarea que acerca el traductor al restaurador de pinturas o edificios. O al arqueólogo que excava, con supremo cuidado, en busca de la verdad que le van revelando los distintos estratos del yacimiento.
Y si toda “traducción” es “traición”, lo es sólo parcialmente. Gracias a los traductores y traductoras podemos compartir el mejor patrimonio literario de la humanidad. Poniendo como ejemplo la Odisea (que todos hemos leído inevitablemente en traducción), Joan Fuster observaba: “Es probable que esta capacidad de resistir la traducción sea una señal clara de la formidable sustancia poética de una obra”.
Tal como creían los románticos, la poesía no es la materia del escrito sino el espíritu del escrito. Lo dice bien claro aquella espléndida máxima de Shelley (en Defensa de la poesía) que Joan Maragall recordaba a Josep Pijoan (en una carta del 25/ XI/1905): “La poesía es una espada de luz siempre desnuda, porque consume toda vaina que la contenga “.
Más que nunca, en la cosmovisión del romanticismo la poesía de un poeta es el poeta. Joan Maragall quiere decir que en puridad la poesía, ante todo, ha de expresar los sentimientos y los pensamientos del poeta. Si quiere ser fiel, una traducción de poesía debe buscar, antes que toda otra cosa, retransmitir el espíritu del (o de la) poeta.
“El ideal de la traducción poética, según alguna vez lo definió Valéry de manera insuperable –escribe Octavio Paz–, consiste en producir, con medios diferentes, efectos análogos”. Sí, producir, con el cambio de lengua e incluso de formas, efectos análogos a los de la poesía original.