La Vanguardia

Suelos que vuelan

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Los portuguese­s tenemos una gran pasión por las artes decorativa­s, que son nuestro modo de transforma­r lo que nos rodea en otra cosa. Una pared limpia, desnuda, en un país emparedado entre España y el Atlántico se transforma fácilmente en un muro de angustia. Pero si decoramos esa tapia o esa fachada con azulejos se nos olvida un poco el límite que representa. Donde antes había un puñetazo visual surge, ahora, un hermoso horizonte en tonos de azul. Disfrazamo­s así las paredes que nos acechan –y que, ay, son tantas– para no verlas. De hecho, muchas cosas en Portugal deslizan hacia la ficción de sí mismas porque, sin esa máscara, serían realidades duras, atroces.

Entran ustedes, por ejemplo, en una vieja iglesia de Oporto y se encuentran con aquella lluvia dorada de los altares. Se trata de madera labrada, a la que nuestros artesanos sobreponía­n láminas de oro, que funcionan como un glorioso heterónimo de la celulosa inicial, transforma­da en tesoro de Alí Babá. No es una técnica sólo portuguesa, pero la hemos practicado muchísimo, con esmero y énfasis. De hecho, para vivir en Portugal, uno tiene que aprender estos trucos de magia, con los cuales nos vamos consolando de la estrechez de la realidad.

Una de las más recientes aventuras decorativa­s nacionales fue la metamorfos­is del suelo que pisamos en tapiz volador. Ya habíamos triunfado sobre las paredes, con los azulejos. Nuestro estilo manuelino, que es la fase final del gótico en Portugal, había transforma­do un baluarte, la Torre de Belém, en algo así como una tarta de bodas. Pero la superficie de las aceras se resistía. Y ello nos molestaba. Imaginen lo que es dar todos los días los mismos pasos hacia el mismo empleo de toda la vida, o hacia el mismo bar de siempre, observando, cuando bajamos la vista, una monotonía de barro o de cemento. No podía ser.

Se inventó, pues, mediado el siglo XIX, el mosaico portugués: un encaje de bolillos, normalment­e con piedras blancas y negras (aunque pueden ser también de otros colores), que convierte el suelo en un bello vuelo visual. De forma que si usted camina el mismo rumbo de todos los días eso se le olvidará un poco porque, bajo sus plantas, hay olas, flores, delfines, arabescos. En fin, las aceras nos consuelan de la rutina. El mosaico portugués, la calçada como decimos por aquí, enamoró al país y está por todas partes. En algunos lugares, se han realizado prodigios y uno, mientras va a comprar el pan, pisa maravillas.

Algún turista catalán con mala suerte ya se habrá dado cuenta de que este mosaico luso es muy resbaladiz­o. Cuando llueve, adquiere un centelleo traidor, de veras peligroso. Pero todos los sueños son así: derivan fácilmente hacia el resbalón de sí mismos. Es como si el suelo volara tanto que usted lo acompaña en ese movimiento sublime y termina estrellado en tierra. La alcaldía de Lisboa ha creado un programa para erradicar los mosaicos que entrañen más riesgo: algo así como quemarle la biblioteca a Don Quijote para que no ande dando tumbos por ahí. Pero la capital portuguesa sin nuestro mosaico no sería lo mismo. Seguro que, entre los técnicos encargados del desguace de tantos onirismos pedestres, habrá curas con buen gusto que perdonarán la vida a las aceras decoradas de muchas calles.

Este vivir la vida sin querer tomar conciencia de lo que ella es en realidad está muy presente en la cultura portuguesa. Pocos lusos saben que, a lo largo de la historia del país, el gran problema ha sido siempre la limitación económica. Cuando la aragonesa y catalana Isabel, esposa de nuestro monarca Dionisio, desembarcó en el Portugal del siglo XIII se encontró con una pobreza tan desmesurad­a que la reina se transfigur­ó en una madre Teresa de Calcuta medieval. Fue la miseria que nos acechaba la que nos empujó hacia el mar y nos hizo descubrir el mundo para no morirnos de hambre. Pero esta historia se cuenta en la escuela en clave de sinfonía heroica, sin que se escuche el gemido famélico que estuvo en su origen. Siempre hemos falsificad­o nuestras limitacion­es con un laberinto de espejismos tan eficaz, que termina olvidándos­enos la fragilidad que somos.

Cuando, después de la revolución de los claveles de 1974, se realizó la descoloniz­ación y Portugal se vio reducido a poco más que su expresión europea e insular, el país se mantuvo sereno. No hubo una generación del 98. Casi nadie clamó decadencia­s o entonó un réquiem imperial. Nuestro mayor ensayista de la segunda mitad del siglo XX, Eduardo Lourenço, se interesó por esta sorprenden­te paz. Y descubrió que nuestro imperio había sido, sobre todo, una entidad imaginaria. Aunque hubo viajes, comercio y dominios, nosotros vivimos todo eso, por dentro, como un azulejo más. Como si los océanos fuesen también un suelo que vuela. Y cuando el imperio se deshizo bastó con poner en la pared de la patria el nuevo azulejo europeo. Ahora, el mosaico portugués está en obras y se estudian los nuevos dibujos con que seguiremos hechizando nuestros pasos.

Fue la miseria que acechaba la que nos empujó hacia el mar y nos hizo descubrir el mundo para no morirnos de hambre Los portuguese­s siempre han falsificad­o sus limitacion­es con un laberinto de espejismos para olvidar su fragilidad

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