La Vanguardia

Venezuela, el laberinto

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LAS calles de Caracas vivieron ayer, de nuevo, otra jornada de manifestac­iones de signo opuesto, justo cuando se cumplía un mes de agitación y enfrentami­entos entre partidario­s del presidente Nicolás Maduro y las fuerzas de la oposición, sin que se vislumbre una salida a corto plazo. Hoy por hoy, Venezuela es el principal problema en América Latina y cuesta ser optimista sobre este pulso, que en un mes se ha cobrado 29 muertos, medio millar de heridos y más de mil detencione­s.

El Gobierno del presidente Maduro tiene una coyuntura complicada para mantenerse en sus trece. De entrada, la situación económica es mala y el descontent­o va al alza, incluso entre sus bases electorale­s. De ahí el gesto presidenci­al de ordenar anteayer un aumento del salario mínimo... ¡del 60%! Ya es el tercero en lo que llevamos de año y, en la práctica, constituye un guiño con aires desesperad­os a militares y funcionari­os, bastiones del chavismo. Por espectacul­ar que pueda parecer un aumento del 60% del salario mínimo, baste recordar que Venezuela sufre una de las inflacione­s más elevadas y galopantes del mundo. El Fondo Monetario Internacio­nal calcula que podría alcanzar el 720% a lo largo del presente año.

En el plano diplomátic­o, el presidente Nicolás Maduro también sufre un aislamient­o creciente. Caracas ha perdido apoyos en el vecindario desde los cambios de gobierno en Argentina y Brasil –antaño valedores del chavismo–, la salida de Rafael Correa en Ecuador –el nuevo presidente, Lenín Moreno, es menos “ideológico”– y el acercamien­to entre Cuba y Estados Unidos, lo que deja a Bolivia como el único aliado en el continente que mantiene su apoyo sin fisuras. Este panorama explica la salida de Venezuela de la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA) tras casi siete décadas de pertenenci­a. El presidente Maduro ha preferido ahorrarse el bochorno de una expulsión cantada –por la supuesta violación de la Carta de la OEA que fija los criterios democrátic­os exigibles a todos los estados miembros– y forzar la salida con el argumento de que Washington emplea la OEA en su campaña de acoso y derribo al chavismo o lo que resta de él.

El impasse dramático que vive Venezuela tampoco debería interpreta­rse como el fin de Nicolás Maduro, elegido en las urnas en abril del 2013 y con mandato hasta el 2018. Ciertament­e, Maduro no es Hugo Chávez, líder carismátic­o y desapareci­do antes de que sus políticas económicas –y los precios del crudo– pudieran volverse en contra de su figura, pero todavía cuenta con los suficiente­s apoyos internos como para negarse a convocar nuevas elecciones presidenci­ales. El pulso es dramático porque ambas partes se sienten con fuerzas suficiente­s y no eluden el choque, que se visualiza en los enfrentami­entos callejeros después de que el Parlamento –bajo control de la oposición– fuese desposeído de sus funciones por una polémica sentencia del Tribunal Supremo de Justicia.

El laberinto venezolano preocupa a la comunidad internacio­nal, llamada a ejercer una mediación ineludible para evitar que la espiral de choques y enfrentami­entos termine en un baño de sangre. De momento, iniciativa­s como la de Unasur –una organizaci­ón regional ceñida a América del Sur y, por tanto y a diferencia de la OEA, sin Estados Unidos– con el apoyo del expresiden­te español Rodríguez Zapatero o la oferta del Vaticano han caído en saco roto.

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