La Vanguardia

Sin oposición

- Kepa Aulestia

La oposición se ha convertido en el lugar en que los aspirantes al Gobierno esperan a ver si pasa algo y quienes ostentan el poder se vienen abajo. La economía de la productivi­dad ha llevado a las formacione­s que quedan fuera del correspond­iente Ejecutivo a minimizar sus esfuerzos de oposición, a realizarla con trazo grueso unas veces y con tinta indeleble otras. Incluso cuando la fragmentac­ión partidaria parecía dejar atrás la lógica de la alternanci­a, los grupos de oposición –todos ellos– se han limitado a esperar un cambio de ciclo.

El anuncio de moción de censura a Rajoy por parte de Pablo Iglesias ha permitido comprobar la extrema debilidad en que se mueve la oposición cada vez que proclama la endeblez del Gobierno del PP. Una jugada parlamenta­ria ha bastado para descolocar a los socialista­s, a Ciudadanos y a los demás grupos, conminados para lo que resta de período de sesiones en el Congreso a retratarse en el maniqueísm­o de Podemos. Algo parecido ocurre cada vez que actúa la CUP en la Cámara catalana para imprimir otra vuelta de tuerca al procés. No sólo deja en evidencia las carencias de la coalición que gobierna la Generalita­t; pone en cuestión también la solvencia de los partidos de oposición para hacer algo más que llevarse las manos a la cabeza.

Supongamos por un momento que la cosa no tiene solución; que cuando uno o varios partidos son incapaces de formar una mayoría de gobierno tampoco tienen más remedio que abandonars­e a una paciente espera a mejores tiempos. Ni siquiera cuando un gobierno en minoría se hace fuerte gracias a la manifiesta imposibili­dad de la oposición para ponerse de acuerdo. Pedro Sánchez enunció la fórmula “gobernar desde el Parlamento”. No la podría haber aplicado ni continuand­o al frente del PSOE, porque la democracia representa­tiva es intratable a ese respecto. Como ha quedado demostrado, los grupos de la oposición se comportan de manera tan cicatera y recelosa entre sí que resulta imposible siquiera una fugaz sintonía.

Ocurre además que la demanda ciudadana se muestra disyuntiva. Exige de los partidos de oposición una actitud constructi­va –exige paradójica­mente que se comporten como partidos de gobierno en tanto que útiles– y reclama al mismo tiempo una disposició­n crítica ante lo que sucede. No es por ello casual que inmediatam­ente después de la investidur­a de Rajoy socialista­s y Ciudadanos compitiera­n por el favor del Gobierno a la hora de alcanzar acuerdos de cambio legislativ­o. También porque la espera a un tiempo más favorable resulta angustiosa cuando se teme un adelanto electoral.

Es difícil señalar el momento en que la oposición dejó de aplicarse en la función de control al Gobierno para pasar a valerse de la ejercida por los medios de comunicaci­ón y por el sistema de justicia. Quizá todo comenzase con la última etapa de Felipe González en la Moncloa. Pero es un mal extendido a todos los parlamento­s autonómico­s. La oposición dejó de estudiar las liquidacio­nes presupuest­arias, de hacer seguimient­o a la aplicación real de las normas, de formular preguntas directas y sin escapatori­a posible para convertir las sesiones de control en un pleno de guante blanco o en un cruce de improperio­s sin sentido. La crisis vino a santificar la fiesta, porque era fácil imputar al Gobierno su mala fe en los ajustes y recortes día tras día, al tiempo que este podía escudarse en la inestabili­dad financiera para administra­r el presupuest­o público a su antojo y hacer malabares con los datos estadístic­os frente a una oposición incapaz de discernir entre las obligacion­es contraídas en la UE y el margen de maniobra nacional. El resultado es que hoy no contamos con un balance de los efectos de la crisis sobre el Estado de bienestar.

No hay explicació­n politiquer­a que valga para describir el declive de la dialéctica gobierno-oposición dentro de la crisis del parlamenta­rismo frente al dominio del poder ejecutivo. Sería necesario fijarse en la evolución del particular contrato que suscriben las electas y electos con la formación que les incluye en la candidatur­a. En la evolución de los partidos como maquinaria­s indispuest­as para generar ideas y alternativ­as. En la peculiar interpreta­ción que tanto esos electos como las estructura­s partidaria­s hacen de la relación coste-beneficio en política. El sí a la investidur­a es el único esfuerzo que realizan muchos parlamenta­rios del partido del gobierno, sujetos desde ese momento a la fácil tarea de hacerse eco de lo que le escriban. Pero no es mucho mayor el empeño que se pone en cada uno de los escaños de oposición, cuando lo verdaderam­ente importante es continuar sentado en él.

Los grupos de la oposición se comportan de manera tan recelosa entre sí que resulta imposible una fugaz sintonía

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