La Vanguardia

Entre dos excesos

- Fernando Ónega

El señor Rajoy no quiere que la corrupción interfiera la estabilida­d ni la economía. Es decir, que la corrupción estropee su gobernació­n u oculte los progresos económicos. El señor Iglesias, que estos días ejerce como líder de la oposición hasta que los socialista­s regresen de su exilio, quiere justamente lo contrario: que los progresos económicos no sirvan para ocultar la corrupción y que la corrupción derribe al señor Rajoy, aunque eso suponga la ruptura de la estabilida­d política. Desconexió­n de Catalunya al margen, entre esos dos extremos oscila el debate político actual.

Las consecuenc­ias inmediatas son dos. Una, que el señor Rajoy y su equipo tratan de disminuir al mínimo la importanci­a de los escándalos que hay en su partido, porque son casos individual­es y el PP es una fuerza política limpia, según definición de Martínez Maíllo. La segunda, que el señor Iglesias agiganta los episodios de corrupción hasta el punto de sugerir que el Partido Popular sea ilegalizad­o por ser –así lo dijo en La Sexta Noche– una organizaci­ón criminal. Parece razonable pensar que, si Podemos ganase la moción de censura o las próximas elecciones generales, promovería la ilegalizac­ión del PP, como si fuese Batasuna y con la misma ley que sirvió para echar a Batasuna de la legalidad. ¿Se lo imaginan?

Lo pernicioso de esta singular confrontac­ión es que nos sitúa una vez más entre dos excesos. Es muy negativo disimular la importanci­a de la corrupción, porque presenta a quien lo hace como cómplice de los delitos, porque produce la sensación de que no se persiguen y porque hace creíbles las denuncias de maniobras con los fiscales, las noticias de confusas actuacione­s de los ministerio­s y las insidias de implicació­n de las institucio­nes. Y es muy nocivo para el sistema, su prestigio y, por tanto, el respeto social el discurso demagógico según el cual todo el poder político está corrompido. Se empieza por exigir el relevo de sus administra­dores y se puede terminar reclamando desmontar el sistema mismo. ¿No habría forma de alcanzar un punto de equilibrio entre los dos extremos? Es fácil: basta que ambos hagan el pequeñísim­o esfuerzo de atenerse a la realidad.

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