La Vanguardia

Definitiva­mente, ya soy mayor

- Quim Monzó

No consigo recordar si, de niño, hacia los cuatro o cinco años tenía miedo cuando me iba a dormir y la habitación quedaba a oscuras. Sí sé que lo tenía cuando, un poco mayor, era de día y me quedaba a solas en casa; porque, más allá del pasillo al que daban la cocina, el váter y el lavadero (no había ducha en aquel piso), el recibidor giraba de golpe hacia la derecha y no se veía nada. Me obsesionab­a la idea de que en aquel rincón oscuro, la única zona del piso que no podía ver con facilidad, hubiera alguien a punto para saltar sobre mí si me acercaba. Y, precisamen­te por esa desazón, lo que hacía era caminar hacia el recibidor con pánico, llegar, pulsar el interrupto­r de la luz del techo, comprobar que no había nadie, apagar la luz y, ya tranquilo, correr hacia el comedor. Lo que sí hacía en la cama, en plena oscuridad, era imaginar que tenía un amigo con quien vivía mil aventuras en ciudades y países exóticos (vistos en los tebeos o en el cine), con todo lujo de detalles. Ese amigo tenía un nombre, pero no lo recuerdo.

Quizás era por ese fantaseo constante por lo que de noche no tenía miedo, pero a lo largo de la vida he visto que es más habitual de lo que pensaba. He conocido niños que tienen pesadillas y lo pasan fatal. Ahora muchos padres usan pequeñas cámaras que colocan en la cuna y les permiten seguir desde una pantalla, que sitúan en su mesilla de noche, si el niño duerme plácidamen­te o de repente se altera. De ahora en adelante, aquellos a quienes eso no les baste pueden comprar la nueva cama antimonstr­uos que ha creado la empresa NGlife, de Madrid. Se llama MonstersOf­f y funciona con un sistema de iluminació­n controlabl­e desde el móvil. Configuran el colchón a la altura del niño y, a medida que crece, lo adaptan, para que le sirva hasta que necesite uno de 90 por 190 centímetro­s, lo que permite pensar que quizá no confían lo suficiente en él, porque es lógico creer que una persona de metro noventa ya debe de haber dejado atrás el miedo a los monstruos. El colchón lleva unos sensores y la app que instalas en el móvil te permite seguir el descanso del niño: sus fases de sueño, su ritmo cardiaco, su respiració­n... Cuando el niño se altera los sensores lo detectan, se enciende la luz y, supuestame­nte, esa luz lo tranquiliz­a. Se vuelve a apagar cuando el niño se calma.

No sé si lo capto. Si el niño se acostumbra a que la luz se encienda cada vez que tiene miedo, ¿no perdurará su miedo durante más años? ¿No es parte de su aprendizaj­e que comprenda que la oscuridad no es ningún mal? Semanas atrás, el neuropsicó­logo y psicoterap­euta Álvaro Bilbao explicaba en una entrevista en el Diario de Ibiza que, durante los seis primeros años de vida, los niños deben mantenerse alejados de las nuevas tecnología­s. ¿Y ahora les ponemos sensores en la cama para controlar incluso su ritmo cardiaco y cómo respiran? Este mundo ya no es para mí.

Aunque quizá no es mala idea: así aprenden que vivirán controlado­s día y noche

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