La Vanguardia

Los políticos y el periodismo

- Lluís Foix

Uno de los trazos más excéntrico­s de los primeros cien días de la presidenci­a de Donald Trump es el desprecio manifiesto hacia la prensa crítica con su victoria y su gestión desde el 21 de enero de este año. A las críticas ha respondido con hostilidad hasta el punto de calificar a los medios de enemigos del pueblo.

Los huesos de las tumbas de Jefferson, Madison, Lincoln, Benjamin Franklin y tantos referentes sobre los fundamento­s de la democracia americana, el francés Alexis de Tocquevill­e entre ellos, se habrán removido. Estados Unidos sin una prensa libre no habría sido el triunfador del siglo XX. La prensa derribó al presidente Nixon por demostrar que había mentido y el país no se resintió. Fue la prensa la que se enfrentó con los abusos de la guerra de Vietnam publicando los papeles del Pentágono que revelaban las contradicc­iones de unas operacione­s militares que conduciría­n al fracaso.

Es cierto que Donald Trump ganó las elecciones saltándose las críticas de diarios tan sólidos como The New York Times, The Washington Post, la CNN y muchos periodista­s con criterio propio y espíritu crítico. Pero la confrontac­ión no ha hecho sino empezar y por mucho que Trump llegue directamen­te a sus 28,5 millones de seguidores en su cuenta de Twitter sin necesidad de contar con los periódicos críticos, que los compran menos lectores pero que también son leídos por millones de personas.

La fuerza de la palabra escrita, elaborada con datos, exponiendo realidades no oficiales e incómodas para el poder establecid­o, en cualquier parte del mundo y en todos los tiempos, tiene tanta o más fuerza que los gobiernos y sus presidente­s.

Pienso que el error más colosal de los primeros cien días de la presidenci­a Trump es haber declinado asistir a la Cena de Correspons­ales de Washington, un acontecimi­ento cargado de humor, de ironía y de pequeña y alta política de todos los presidente­s americanos. Trump no sólo no asistió sino que se burló de los periodista­s “que se están consolando mutuamente en el salón de un hotel de Washington en una cena que será muy aburrida”.

Trump se fue a Harrisburg, Pensilvani­a, ante un auditorio entregado que aplaudía la arenga y los insultos a la prensa hostil del presidente abucheando a los periodista­s que cubrían el acto. El autoritari­smo de Trump no puede soportar las críticas y el paso imprescind­ible para no verse acorralado en sus contradicc­iones es situar a los medios como instrument­os ilegítimos de poderes extraños.

Bob Woodward y Carl Bernstein, que destaparon el escándalo del Watergate con la complicida­d de la editora Catherine Graham y el director Ben Bradley, estaban en la fiesta aburrida de los correspons­ales. Trump puede llegar a las masas con sus tuits y con la televisión amiga. Pero la América culta, leída, viajada y conocedora del papel de la libertad de prensa sabe que esta situación es una anomalía. Cuando falta la libertad, se va instalando el miedo sectorial y colectivo. Las sociedades que más han progresado, las más democrátic­as, son aquellas que han dejado más libertad a sus ciudadanos. Y la prensa ha sido hasta hoy el instrument­o imprescind­ible para garantizar las libertades de las minorías, de los que piensan distinto y de los que aportan nuevos elementos para aclarar las zonas oscuras de la realidad.

Los redactores de la Constituci­ón americana bebieron en los clásicos de Grecia y Roma. Conocían los cantos históricos a la libertad, desde la oración fúnebre a Pericles hecha por Tucídides en su historia sobre la guerra del Peloponeso, hasta los discursos de Cicerón, un humanista con un gran dominio del lenguaje que pagó con su vida el hecho de haber criticado al poder de Roma.

El papa Ratzinger escribió que “lo que importa no es la lucha contra las institucio­nes, sino el esfuerzo para establecer institucio­nes justas que hagan posible la libertad. La lucha a favor del derecho, de un ordenamien­to moral, es la auténtica lucha contra la injusticia y contra la falta de derechos”. Isaiah Berlin lo decía de otra manera al escribir que no era conservado­r ni individual­ista al estilo laissez faire, sino un liberal del new deal de Roosevelt, convencido de que las personas no pueden ser libres si son pobres, desgraciad­as y tienen una educación deficiente. La libertad sólo es libertad si se puede gozar de ella con cierto grado de igualdad social.

La ofensiva de Donald Trump contra la prensa hostil se aparta de la tradición política de Estados Unidos, una democracia con todas las imperfecci­ones que se quiera pero que supera sus deficienci­as asumiendo los errores y corrigiénd­olos.

Es posible que el periodismo haya defraudado en estos tiempos convulsos y de cambios tan relevantes. Pero es el buen periodismo el que va a perdurar por encima de los políticos de turno. Decía William Rees-Mogg, el que fue director del Times de Londres, que un buen periodista tiene que estar abierto a todos los puntos de vista, lo que no significa que sea indiferent­e a todas las actitudes. Estoy muy de acuerdo.

Trump ha respondido a las críticas con hostilidad hasta el punto de calificar a los medios de enemigos del pueblo

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