¿Tiene delito no bailar sevillanas?
Avista de enemigo, soy el prototipo de hombre llamado a bailar sevillanas con la primera que se ponga por delante: me atraen Andalucía y los toros, disfruto con lo insólito y diría que la felicidad consiste en recibir la madrugada con quien menos esperabas.
No hay manera: no puedo con las sevillanas. Me superan.
¿Tiene delito de sosería, catalanidad y aburrimiento no bailar sevillanas?
Las sevillanas me persiguen, modestia aparte. Se cuelan en mi vida noctámbula de todos los abriles desde los ochenta cuando, de repente, un día por semana las programaban en las últimas discotecas burguesas de Barcelona (el Up & Down y Oliver y Hardy). ¡Qué orfandad la actual!
Al principio, no tenía nada en contra del espectáculo, salvo una incapacidad innata para seguir disfrutando con la música una vez superados los primeros 45 minutos (limitación parecida a la que me producen las cantadas de habaneras en la playa, los pasodobles en disco y las charlas de crecimiento colectivo de la ANC).
Reconozco incluso que, desde el tendido de la barra, aquella coreografía tan alegre y preconstitucional –un pito es un pito, un trasero es un trasero– me despertaba envidia: daba por descontado que los caballeros con aires de pilotos de Iberia y testas de abogados del Estado tenían garantizados premios que a otros los llevan a volarse en pedacitos y matar algunas decenas de inocentes.
Las señoras sevillanistas, por su parte, transmitían garbo, sensualidad y sonrisas instantáneas, una mutación que sólo he vuelto a ver con la moda de las selfies en horario nocturno (¡cómo les cambia la cara!). –¡Es que se me da muy mal! Aquí empezaba el desencuentro. Lejos de declararte inútil total, los y las apóstoles de las sevillanas ofrecían dos salidas innegociables, algo así como lo del referéndum sí o sí:
A) Basta con aprender los cuatro o cinco pasos –no me hagan buscarlo en Google–. Donde suponía misterio, duende y embrujo, sólo había un trámite aritmético.
B) Apuntarte a clases en alguna escuela de sevillanas (los talleres, entonces, eran negocios donde un señor con mono azul te clavaba por reparar averías que nunca hubieras imaginado que pudiera tener tu coche).
Aquel desengaño me llevaba a evitar las noches de sevillanas o buscar los puntos de la barra donde el camarero siempre te ignora.
Un año, tenía que suceder, me vi en la obligación moral de acercarme al real de la Feria de Abril (supongo que toreaba Morante y estaba en Sevilla). Aquello era una confabulación lúdicomasónica: decenas y decenas de casetas en mitad de un descampado con gente bailando sevillanas.
Gracias a Dios, no me dejaron entrar en ninguna caseta y regresé feliz al hotel con la sensación de haberme librado del servicio militar por inútil.
Cada abril, el mismo trauma: no sé, no me gusta bailar sevillanas (y dudo de su eficacia erótica)