La Vanguardia

Iconografí­a de Trump

- Jordi Balló

Los primeros cien días de la presidenci­a de Trump se resumen con una iconografí­a simple en cuanto a su puesta en escena personal. En las imágenes oficiales servidas por la misma Casa Blanca o en medios de comunicaci­ón afines, el concepto es casi invariable: Trump mira de manera frontal, en un primer plano o plano medio, jugando con los colores de la bandera estadounid­ense que está detrás de él, con una composició­n que recuerda las imágenes de Reagan o, para buscar un referente fílmico, la desmesura del filme

Patton, con George C. Scott haciendo un discurso ante un decorado gigantesco de barras y estrellas. Si no hay bandera, los colores están presentes de manera alusiva: rojo, azul y blanco en el diseño gráfico, y si falta uno, la corbata del presidente acaba de redondear su imagen final.

El gesto de una de las manos también tiene su papel: abierta saludando a un público potencial, con el dedo pulgar hacia arriba afirmando su propia aprobación o incluso con el puño cerrado como signo de perseveran­cia. La gestualida­d de la mano parece muy importante en la conformaci­ón de su imagen: es como si supiera que necesita de esta extensión expresiva para transmitir el mensaje de trabajo y prosperida­d.

En algunos casos, Trump se ofrece de perfil, pero casi nunca de espaldas, que había sido, recordémos­lo, una parte importante de la iconografí­a de Obama, que quería, con este gesto de ocultación, crear una imagen de modestia calculada, de aparentar que no exageraba el culto a la personalid­ad. Trump, no: se presenta de cara, como si no hubiera nadie que lo representa­ra, como si no hubiera intermedia­rio. Cualquier fotógrafo, cualquier cámara, cualquier entrevista­dor le incomoda. Él no quiere filtros, y por ello evita las composicio­nes complejas.

La imagen más consistent­e de Trump en este periodo de 100 días se gastó al comienzo de su mandato: él, en el despacho oval, firmando decretos que enseña de manera desafiante rodeado de su equipo presidenci­al, que se sitúa detrás de él, tapando la ventana que da al jardín. Esta imagen es interesant­e por poco habitual: el presidente actúa como un magnate que acaba de firmar un gran negocio comercial, pero no lo hace solo. Él manda, pero necesita la aprobación de sus colaborado­res, que actúan como el consejo de administra­ción de la empresa.

La cuestión de la soledad es uno de los grandes puntos en la iconografí­a de Trump, que irá evoluciona­ndo a lo largo de los meses. En su confesada admiración por el protagonis­ta de

Ciudadano Kane, Trump destaca justamente su determinac­ión, el cumplir sus deseos a pesar de lo que diga todo el mundo, pagando el precio de la soledad. De hecho, Trump se siente como un continuado­r natural de Charles Foster Kane, habiendo logrado lo que el personaje de Welles no pudo culminar: llegar a ser presidente. Y esto le obliga a combinar la soledad del magnate omnipotent­e que desprecia a sus colaborado­res con la prevención de no mostrarse eternament­e solo en su Xanadu. Como Trump, al estilo de Kane, no es un personaje sentimenta­l, no hay espacio para el abrazo, que era otro gesto fuerte del matrimonio Obama, juntos o por separado. La manera que tiene Trump de decir que no está solo es la del magnate: el negocio es mío, los demás asienten y si alguien no cumple mis designios, queda automática­mente expulsado.

La manera que tiene Trump de decir que no está solo es la del magnate: el negocio es mío, los demás asienten

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