La Vanguardia

La gloria del recibo del gas

- Carlos Zanón

Recuerdo cuando substituí de la pared de mi habitación un póster de Johan Neeskens por uno de Rod Stewart. Un holandés en pantalón corto y tobilleras blancas por un escocés beodo con una zarpa sobre el glúteo de una señorita rubia. Cambio de guardia. Adiós deporte, hola desfase. Pero en el fondo, el mismo ansia de gloria, de éxito sin esfuerzo: jugando a los dos juegos más divertidos del mundo, el fútbol y el rock’n’roll.

Recordaba esas ganas de triunfo de gladiador y el póster de Neeskens viendo a Cristiano Ronaldo en la semifinal de la Champions. Siendo un crío, ¿cómo no desear ser un héroe en un juego en el que yo recuerdo que podía estar horas y horas jugando sin cansarme? Ser adulado, admirado, un dios en el momento justo de superar a todos e impactar, golpear, reventar, colocar, sorprender, golear. Y por supuesto, con la adolescenc­ia pensabas en que eso conllevaba dinero, chicas y fiesta sin fin. Después de fracasar como defensa central, estrella del rock y cien cosas más he acabado siendo el insigne titular del recibo del gas de mi casa que soy ahora.

Ronaldo es un engreído deportista con un portento físico y competitiv­o brutal. Marcaba el otro día, alzaba los brazos y surfeaba sobre un Bernabeu que era una tempestad convocada por él y para él. Verle era contemplar la gloria de ser el centro del mundo. Del aquí y el ahora emanando de uno mismo, consumiénd­ose y alimentánd­ose como un volcán. Luego, al marcar el tercer gol, Cristiano se sentó en una de las vallas como si estuviera esperando al repartidor de Mercadona saliendo de tu ascensor. En ese mismo escenario, hace pocos días, Leo Messi destrozó a profesiona­les que parecían de papel maché y nos regaló una victoria que este año parece que van a sustituir a títulos. Messi, al celebrar el gol del triunfo, en el último suspiro, se sacó la camiseta, la enseñó por detrás para que todo el mundo leyera las letras del nombre de El Mejor. Algo que los merengues ya saben intelectua­lmente pero que su mecanismo emocional les impide asumir sin desaparece­r como raza. ¿Qué se debe sentir en un momento de éxtasis así? ¿Qué hay en ese instante, en esas cabecitas programada­s, unidirecci­onales, especializ­adas, excéntrica­s y hermosamen­te prácticas? ¿Deben sentirse afortunado­s, recompensa­dos, extrañados o simplement­e enloquecid­os? Que me hago viejo –en realidad, yo siempre he sido viejo– lo noto en verlos y compadecer­me de ellos. Uno parece olvidar que los héroes son jóvenes que nunca piensan en la existencia del mañana y en que haya algo que no sean ellos mismos. Estos dos me preocupan. ¿Qué será de ellos cuando no importen a los anónimos? ¿Cuando nadie les reconozca? ¿Cuando nuevos ídolos les humillen o jubilen? ¿Cuando les confundan con Quaresma o Maxi López? ¿Cuando nadie les pregunte nada sobre nada? Quizás en ese momento les ayude pensar que como yo pueden ser los insignes titulares del recibo de gas de su casa. Seguro que esto encierra una lección de vida pero, sinceramen­te, ahora no sé encontrarl­a.

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