La Vanguardia

El ‘príncipe de los hispanista­s’

- Carles Casajuana

La carrera diplomátic­a exige sacrificio­s pero ofrece muchas compensaci­ones. Pasarse la vida de un lado a otro, cambiando de lengua, de cultura, de paisaje, de conocidos, sin echar raíces en ningún sitio, tiene un coste personal y familiar considerab­le, pero a la vez enriquece mucho, porque permite conocer países muy diferentes y hacer amistad con personas que, en otras condicione­s, serían inalcanzab­les.

Desde este punto de vista, Londres –mi último destino– es un lugar privilegia­do. Allí tuve la oportunida­d de frecuentar a intelectua­les de una estatura excepciona­l, entre ellos a varios hispanista­s que nos han enseñado tanto o más sobre la historia de España que los historiado­res españoles. En particular, pude tratar con cierta asiduidad a Raymond Carr, que entonces era el decano de los hispanista­s británicos, a John Elliott, autor de libros imprescind­ibles para conocer la España imperial, a Paul Preston, ídem para conocer la España contemporá­nea, y a Hugh Thomas, que murió el pasado domingo y a quien quiero dedicar este artículo.

Cuando conocí a Hugh Thomas, sólo había leído dos obras suyas: La guerra civil española, que durante muchos años fue el texto de referencia sobre la contienda, y Una historia del mundo, uno de esos libros que los grandes historiado­res nos regalan muy de vez en cuando, en los que abordan la historia de la existencia humana desde el alba de los tiempos, poniendo en juego todo lo que saben de ciencias naturales, de economía, de antropolog­ía, de derecho, de historia de las religiones y cuantos conocimien­tos tienen a su alcance.

A mí me fascinaba que tanta sabiduría se pudiera acumular en una sola persona –como me fascina ahora que alguien como Harari Yuval Noah nos pueda contar con una nueva óptica la aventura humana en Sapiens, de animales a dioses, un libro deslumbran­te– y recuerdo que le estuve interrogan­do sobre cosas que recordaba haber leído en su libro, como por ejemplo que el inventor del proceso de destilació­n del alcohol y de los licores fue el catalán Arnau de Vilanova, en el siglo XI.

Me parecía una aportación muy notable y me sorprendía que, en Catalunya, no fuera más conocida. Hugh Thomas bromeó sobre la importanci­a de los destilados en la historia universal y me explicó que los chinos también se atribuían el descubrimi­ento y que era muy difícil saber quién lo había hecho antes, pero que estaba seguro de que, en Europa, Arnau de Vilanova había sido el primero y que había bautizado la nueva bebida como acqua vitae, porque según él fortalecía el corazón, curaba los cólicos, calmaba el dolor de muelas, protegía contra la peste y proporcion­aba quién sabe cuántos beneficios más.

Otra vez, le pregunté por qué creía que el trabajo de los hispanista­s extranjero­s como él había tenido tanto peso en la historiogr­afía española. ¿No era anómalo que un país tuviera que recurrir a historiado­res foráneos para conocer su propia historia? Para él, la respuesta no admitía dudas. Era por culpa del franquismo y de la censura, que habían evitado que los historiado­res españoles pudieran analizar sin prejuicios la historia del país, en particular la contemporá­nea. A mí me pareció que la respuesta explicaba muy bien el éxito de su libro sobre la Guerra Civil, pero quizás no tanto el de otros igual de importante­s publicados durante los años ochenta o noventa, como la monumental biografía de Franco de Paul Preston. Por eso, un día, más adelante, hice la misma pregunta a Preston.

El autor de El holocausto español coincidió con Thomas en que la obra de los historiado­res anglosajon­es había llenado un vacío debido a la censura durante el franquismo, pero añadió otra razón: la forma de enseñar historia en las universida­des anglosajon­as, centrada en hacer que los alumnos aprendiera­n a pensar, a procesar informacio­nes muy diferentes y a sacar conclusion­es, no a estudiar y retener datos históricos, como antes en la universida­d española. Esta formación preparaba a los historiado­res británicos para trabajar sobre la historia de cualquier país. Ignoro si esta capacidad de procesar y relacionar toda suerte de datos es la razón que explica el impacto de las aportacion­es de historiado­res británicos a la historia de tantos países del mundo, pero sí explica en mi opinión el que han tenido entre nosotros los libros de Hugh Thomas, a quien alguien apodó con afectuosa ironía el “príncipe de los hispanista­s”.

Todos los lectores de libros de historia estamos en deuda con él, pero yo lo estoy, además, por su amistad y por su hospitalid­ad durante mi etapa londinense. En su casa de Notting Hill, en las cenas a las que él y su esposa, la pintora Vanessa Jebb, tuvieron la amabilidad de invitarnos a mi mujer y a mí, conocí a políticos, profesores universita­rios y escritores de gran relieve y aprendí muchas cosas sobre la mentalidad y la cultura británicas. Siempre lo considerar­é uno de los privilegio­s más altos que me ha concedido la profesión de diplomátic­o.

Los lectores de libros de historia estamos en deuda con Hugh Thomas, pero yo, además, por su amistad y su hospitalid­ad

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