Eurovisión: el festival que no gusta pero del que todos hablan
Edición tras edición, especialmente tras la breve etapa protagonizada por los cantantes surgidos de la factoría Operación Triunfo ,el festival de Eurovisión ha acelerado su transformación: un producto de perfil musicalmente muy bajo en general, pero que genera una adhesión masiva. Según la plataforma Spotify, España es el país con mayor fijación por Eurovisión según sus datos de escucha.
A partir del tópico en esta ocasión absolutamente cierto de que la cita musical europea por antonomasia es algo que a casi nadie le gusta pero que casi todo el mundo no puede dejar de hablar, ahora sería un buen momento para averiguar cual es realmente su trascendencia musical. Porque tanto sus numerosos detractores como sus incondicionales se guían en general por cuestiones extramusicales: los que adoran incondicionalmente el producto, los que lo ven como una horterada sin remedio, los que lo disfrutan como una frikada sublime, o los que asombrosamente analizan la participación tanto española como foránea con el bisturí del aparente conocedor de la materia y el trasfondo musicales.
No hay ninguna duda de que una cita de tanta tradición, de un ya indudable calado histórico y de en su momento indiscutible trascendencia musical, refleja también los cambios de su tiempo y de la sociedad que le contempla. En este caso concreto, sobre todo, en los diferentes modos de consumir música, de crearla y, sobre todo, del papel de esta dentro de la vida cotidiana, la cultura y, sobre todo, el ocio.
Porque, por encima de otras cuestiones, la oferta musical es infinitamente más amplia y variada que cuando la cita eurovisiva comenzó a asomar su cabeza en 1956 en Lugano, o ya con España en liza, en 1961, en Cannes cuando Conchita Bautista cantaba la pegadiza Estando contigo, o ya puestos en la memorabilia, cuando en 1986 el grupo Cadillac defendía el pabellón a los sones de Valentino (¿alguien se acuerda de ese grupo y de esa canción?).
En tiempos no ya de escasa oferta musical sino de cuando solo había una plataforma para consumir audiovisualmente el certamen, este tenía una trascendencia indiscutible en el artista participante, en su canción y, si resultaba ganador, su eco se multiplicaba exponencialmente. Ante la inexistencia de otras ofertas televisivas similares, de otras plataformas audiovisuales o, simplemente y en el caso de España, de un evidente aislamiento en todos los sentidos, la importancia de Eurovisión era más que comprensible.
Todo ha cambiado, y la calidad de música e intérpretes han sido los primeros afectados, es decir, cuando el orden de la prioridad definitivamente se invirtió, Eurovisión comenzó a ser otra cosa: de un certamen de raíz musical de la canción popular europea, a un espectáculo cada vez más pirotécnico y visual, con sus toques estrafalarios, donde lo que manda sonoramente es el pop en sus más variadas y masticables versiones. Con excepciones, evidentemente, como el ganador de este año.
Lejos en la memoria aquellas ediciones cuando ganaban nombres como ABBA, Céline Dion, Gigliola Cinquetti, France Gall o Sandie Shaw, o cuando participaban nombres ya asentados en las preferencias del aficionado como Toto Cutugno, los gloriosos Katrina & The Waves o, mucho más recientemente, los contundentes fineses Lordi. Ahora, como comentaba ayer una antigua participante en el certamen, “la música y los valores musicales son indiscutiblemente lo de menos; más allá de las puntuales operaciones de
La oferta y el modo de consumo musicales han cambiado radicalmente un festival que apostaba por la identidad musical
marketing para un disco o un artista concretos, el resto es puro show teledirigido”.
Ante este panorama donde las cartas fundacionales se han invertido, el resultado de este año ha motivado más de una reflexión sobre ese desaparecido escenario. La victoria del cantante portugués Salvador Sobral ha llamado doblemente la atención, tanto por la calidad e intencionalidad de su canción a concurso,
Amar pelos dois, como por el propio discurso verbal y escénico del intérprete. Por una parte, el triunfo de una forma cada vez más excepcional de la música por encima del espectáculo concebido por y para la televisión, y a la vez de una música que ligaba con aquel objetivo fundacional de dar cabida a las distintas aportaciones musicales de cada país europeo con su particular ADN sonoro y lírico (en el caso de Sobral, un hermoso fado compuesto por su reconocida hermana Luisa). Y por si quedaban dudas, sus impagables declaraciones tras alcanzar el triunfo: “La música no son fuegos artificiales, la música es sentimiento y tiene que decir algo”.
Recordaba ayer la cantante Rosalía –ahora en la cresta de la ola con su disco Los ángeles, que presentará en breve con Refree en el Primavera Sound– la época que compartió con Sobral en el Taller de Músics en la clase de armonía. “Nos lo pasábamos muy bien, sobre todo cuando hacíamos jams”, rememora una cantante que sabe lo que es la transgresión de géneros y formatos. “Me alegro mucho por él; hace muchos años, treinta o así, por lo que me cuentan, Eurovisión tenía un prestigio y significado muy diferentes de los de ahora. Me da la sensación de que actualmente lo que hacen no es nada serio. Pero también depende de lo que busques, si es visibilidad te la da al instante, como ocurre en los talent shows ;es una competición, y eso lo dice todo. La parte positiva es que una vez al año cada país hace una propuesta musical y la ven millones de personas”. La carrera de Manel Navarro y su Do it for your lover
tienen vida asegurada, y si no al tiempo.
La sensación general es que en Eurovisión la música es indiscutiblemente lo menos importante