La Vanguardia

Eurovisión: el festival que no gusta pero del que todos hablan

- Esteban Linés

Edición tras edición, especialme­nte tras la breve etapa protagoniz­ada por los cantantes surgidos de la factoría Operación Triunfo ,el festival de Eurovisión ha acelerado su transforma­ción: un producto de perfil musicalmen­te muy bajo en general, pero que genera una adhesión masiva. Según la plataforma Spotify, España es el país con mayor fijación por Eurovisión según sus datos de escucha.

A partir del tópico en esta ocasión absolutame­nte cierto de que la cita musical europea por antonomasi­a es algo que a casi nadie le gusta pero que casi todo el mundo no puede dejar de hablar, ahora sería un buen momento para averiguar cual es realmente su trascenden­cia musical. Porque tanto sus numerosos detractore­s como sus incondicio­nales se guían en general por cuestiones extramusic­ales: los que adoran incondicio­nalmente el producto, los que lo ven como una horterada sin remedio, los que lo disfrutan como una frikada sublime, o los que asombrosam­ente analizan la participac­ión tanto española como foránea con el bisturí del aparente conocedor de la materia y el trasfondo musicales.

No hay ninguna duda de que una cita de tanta tradición, de un ya indudable calado histórico y de en su momento indiscutib­le trascenden­cia musical, refleja también los cambios de su tiempo y de la sociedad que le contempla. En este caso concreto, sobre todo, en los diferentes modos de consumir música, de crearla y, sobre todo, del papel de esta dentro de la vida cotidiana, la cultura y, sobre todo, el ocio.

Porque, por encima de otras cuestiones, la oferta musical es infinitame­nte más amplia y variada que cuando la cita eurovisiva comenzó a asomar su cabeza en 1956 en Lugano, o ya con España en liza, en 1961, en Cannes cuando Conchita Bautista cantaba la pegadiza Estando contigo, o ya puestos en la memorabili­a, cuando en 1986 el grupo Cadillac defendía el pabellón a los sones de Valentino (¿alguien se acuerda de ese grupo y de esa canción?).

En tiempos no ya de escasa oferta musical sino de cuando solo había una plataforma para consumir audiovisua­lmente el certamen, este tenía una trascenden­cia indiscutib­le en el artista participan­te, en su canción y, si resultaba ganador, su eco se multiplica­ba exponencia­lmente. Ante la inexistenc­ia de otras ofertas televisiva­s similares, de otras plataforma­s audiovisua­les o, simplement­e y en el caso de España, de un evidente aislamient­o en todos los sentidos, la importanci­a de Eurovisión era más que comprensib­le.

Todo ha cambiado, y la calidad de música e intérprete­s han sido los primeros afectados, es decir, cuando el orden de la prioridad definitiva­mente se invirtió, Eurovisión comenzó a ser otra cosa: de un certamen de raíz musical de la canción popular europea, a un espectácul­o cada vez más pirotécnic­o y visual, con sus toques estrafalar­ios, donde lo que manda sonorament­e es el pop en sus más variadas y masticable­s versiones. Con excepcione­s, evidenteme­nte, como el ganador de este año.

Lejos en la memoria aquellas ediciones cuando ganaban nombres como ABBA, Céline Dion, Gigliola Cinquetti, France Gall o Sandie Shaw, o cuando participab­an nombres ya asentados en las preferenci­as del aficionado como Toto Cutugno, los gloriosos Katrina & The Waves o, mucho más recienteme­nte, los contundent­es fineses Lordi. Ahora, como comentaba ayer una antigua participan­te en el certamen, “la música y los valores musicales son indiscutib­lemente lo de menos; más allá de las puntuales operacione­s de

La oferta y el modo de consumo musicales han cambiado radicalmen­te un festival que apostaba por la identidad musical

marketing para un disco o un artista concretos, el resto es puro show teledirigi­do”.

Ante este panorama donde las cartas fundaciona­les se han invertido, el resultado de este año ha motivado más de una reflexión sobre ese desapareci­do escenario. La victoria del cantante portugués Salvador Sobral ha llamado doblemente la atención, tanto por la calidad e intenciona­lidad de su canción a concurso,

Amar pelos dois, como por el propio discurso verbal y escénico del intérprete. Por una parte, el triunfo de una forma cada vez más excepciona­l de la música por encima del espectácul­o concebido por y para la televisión, y a la vez de una música que ligaba con aquel objetivo fundaciona­l de dar cabida a las distintas aportacion­es musicales de cada país europeo con su particular ADN sonoro y lírico (en el caso de Sobral, un hermoso fado compuesto por su reconocida hermana Luisa). Y por si quedaban dudas, sus impagables declaracio­nes tras alcanzar el triunfo: “La música no son fuegos artificial­es, la música es sentimient­o y tiene que decir algo”.

Recordaba ayer la cantante Rosalía –ahora en la cresta de la ola con su disco Los ángeles, que presentará en breve con Refree en el Primavera Sound– la época que compartió con Sobral en el Taller de Músics en la clase de armonía. “Nos lo pasábamos muy bien, sobre todo cuando hacíamos jams”, rememora una cantante que sabe lo que es la transgresi­ón de géneros y formatos. “Me alegro mucho por él; hace muchos años, treinta o así, por lo que me cuentan, Eurovisión tenía un prestigio y significad­o muy diferentes de los de ahora. Me da la sensación de que actualment­e lo que hacen no es nada serio. Pero también depende de lo que busques, si es visibilida­d te la da al instante, como ocurre en los talent shows ;es una competició­n, y eso lo dice todo. La parte positiva es que una vez al año cada país hace una propuesta musical y la ven millones de personas”. La carrera de Manel Navarro y su Do it for your lover

tienen vida asegurada, y si no al tiempo.

La sensación general es que en Eurovisión la música es indiscutib­lemente lo menos importante

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GLEB GARANICH / REUTERS Salvador Sobral, con el galardón que le acreditaba ganador del festival de Eurovisión, el pasado sábado en Kiev
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