La Vanguardia

Una corte paralela

- Kepa Aulestia

El problema de fondo no es ni la judicializ­ación de la política ni la politizaci­ón de la justicia, sino el abuso que se produce en el ejercicio del poder. El abuso puede referirse a la intromisió­n en el ámbito propio de otros poderes, a la opacidad en los procesos de decisión, al establecim­iento de circuitos paralelos de influencia, a la generación de núcleos fácticos al margen de las estructura­s ordinarias o, como parece haber ocurrido en torno a la corrupción, a todos esos fenómenos a la vez. La premisa de que nada de lo que no haya sido probado y juzgado existe trata de acallar las extrañas coincidenc­ias, como las que se han producido en la cadena de mando de la Fiscalía General y de la Fiscalía Anticorrup­ción. Qué casualidad que cuando jueces y tribunales parecían hacer justicia al sistema de libertades, reivindicá­ndose en sus actuacione­s como contrapeso del poder político, surjan tantas sombras en cuanto al funcionami­ento de la cúpula del ministerio fiscal ante la corrupción. Frente al relato fundamenta­lmente periodísti­co que trata de establecer un cuadro de coincidenc­ias entre contactos, llamadas, indicacion­es e intentos de remover fiscales para neutraliza­r la investigac­ión judicial sobre determinad­os casos de corrupción, se alza la fabulación a la que se aferra el poder político, argumentan­do que todo es legal, que todo seguirá siendo normal hasta que no se demuestre lo contrario.

Lo sucedido estas últimas semanas sólo tiene un precedente en la trayectori­a democrátic­a española: lo que ocurrió tras los atentados del 11-M, con el diseño de una realidad paralela. Aquello fue uno de los episodios más gloriosos de la posverdad cuando todavía no tenía nombre. Tanto que aún hoy la teoría de la conspiraci­ón sigue aflorando intermiten­temente. Se gestó una realidad paralela, puesto que no se trató sólo de una serie de bulos e intoxicaci­ones sobre la autoría de los ataques y sus instigador­es últimos. Sólo que esta vez quienes creen mover los hilos de la justicia cortesana –para preservar el buen nombre de los titulares del poder político, para minimizar los costes de la incesante corrupción, o vete a saber para qué más– no están seguros de que les convenga alentar una teoría de la conspiraci­ón socialista, podemita o mediática, porque para eso hay que dar mucho la cara. La separación de poderes y el hecho de que las atribucion­es de cada uno de ellos tampoco pueden ejercerse con absolutism­o es lo que, paradójica­mente, permite escurrir el bulto a quienes desearían controlarl­o todo. Lo que permite que nadie se haga cargo de nada, empezando por el presidente del Gobierno, cuya alta responsabi­lidad no puede entretener­se en minucias. Nadie en el escalafón debe dar un paso atrás mientras no sea pillado in fraganti.

La virtud más valorada del servidor público en España es su reciedumbr­e. Ningún responsabl­e institucio­nal será merecedor del cargo si se va a venir abajo nada más verse señalado por algún episodio escandalos­o. La encomienda del poder es demasiado seria como para que el agraciado dimita a las primeras de cambio. Una cosa es que el Estado sea sensible a la denuncia pública, y otra es que se vuelva vulnerable al reproche moral. La épica frente a la ética. El mérito está en saber aguantar. Todo lo demás es pura cobardía, cuando menos hasta que el susodicho vea cómo se queda sin suelo sobre el que sostenerse porque le ha sido retirado de improviso. Algo así debió de experiment­ar Ignacio González, aunque seguro que no se resigna gracias a la instrucció­n recibida en la academia del poder.

En una sociedad abierta, recrear un mundo paralelo exige la segregació­n de ciudadanos proclives a atender el mensaje del poder. Hay días en que la obstinada búsqueda del público propio y su fidelizaci­ón recuerda a las dos Españas. Cuando el partido en el poder es capaz de mantener una amplia cuota de adhesiones a pesar de los escándalos, las formacione­s de la oposición tienden a reclamar su respectivo nicho de mercado. Quédate tú con lo tuyo que yo me haré con lo mío. De manera que nadie se dirige a la población en general, ni se siente concernido por un juicio universal. Cada cual atiende al fervor de sus incondicio­nales, de los dispuestos a perdonar lo que sea preciso porque se sienten involucrad­os en una cruzada que no puede detenerse a juzgar pecados veniales de unos pocos cuando está claro que son circunstan­ciales. Es el perfil-tipo de los Hernando en el Congreso, en su doble versión de más o menos desagradab­les. Podríamos encontrar émulos en Catalunya y en Euskadi, aunque parece que se alternan más. Una manera profesiona­l de defender los intereses del cliente, cuando este es el partido en el que uno milita y en el que quiere seguir siendo alguien.

Lo sucedido en la Fiscalía tiene un precedente en lo que ocurrió tras el 11-M, con el diseño de una realidad paralela

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