Vuitton pone su pasarela en Kyoto
La firma lleva a las montañas Shigaraki su colección crucero, plagada de guiños japoneses
El mismo día que Corea del Norte lanzaba su nueva provocación a aguas japonesas, Louis Vuitton afianzaba su lujo ahí, precisamente en el país torturado por los ensayos balísticos de Pyongyang. Y conseguía, de paso, el más difícil todavía al que las grandes marcas someten sus intereses y desfiles para no caer jamás en el olvido. O lo que es peor, en la indiferencia.
Si hace tres días Dior se llevó su presentación de la colección Crucero 2018 al desierto de Los Ángeles, Nicolás Ghesquière contraatacó a las 48 horas de forma incontestable subiendo la suya al Museo Miho de Koka (¡el Monogram en el paraíso!). Y remató su exquisita locura japonesa cerrando el distrito de las geishas de Kyoto. Entero. Por primera vez en la historia de la ciudad una marca se hizo con el control absoluto de la zona más emblemática para ratificar su condición todopoderosa con una fiesta privada. Inesperada como la colección que Ghesquière presentó con este montaje a todo trapo, de cuatro días (los 500 invitados volvemos hoy a casa) como si no hubiera un mañana.
En su nueva propuesta, el director creativo consigue dar cuerpo por fin a su longeva historia de amor con Japón. La traduce en meditados guiños al cine de Kitano, al color embriagador del Kabuki y al espíritu de Katsushika Hokusai.
Nada fuera de lugar. Y todo compenetrado con la inmensidad del paisaje que envuelve el museo Miho. El lugar que escogió para su desfile del domingo hace ya dos años. Porque esa construcción insertada en las entrañas de una montaña no sólo es donde se exponen piezas milenarias exquisitas ( 250 escogidas de una colección particular de 2.000 joyas de Grecia, Roma, Egipto y Oriente Medio) sino además, y sobre todo, es un Shangri-La. El que Mikoho
El desfile se celebró sobre un puente colgante en una zona boscosa, a la entrada del Museo Miho
Koyama, la elegante propietaria que por lo que se cuenta va eternamente encajada en los kimonos de telas más exquisitas fabricadas por su familia, encargó proyectar a I. M. Pei. Para que el centenario arquitecto lo construyera como quisiera.
Y el arquitecto estadounidense de origen chino, que es el autor también de la inspiradora pirámide de cristal del Louvre, quiso el cielo en la tierra. Mandó plantar una hilera de cerezos shidare, escarbó la montaña y tendió larguísimos puentes imposibles para completar la versión de jardín bíblico en el que Ghesquière ofreció su homenaje al Japón que más le ilumina.
Con trajes en el oro Noh más luminoso y la plata más lunar para la noche, cuerpos de tiras de piel estructurados como una armadura samurái, túnicas arquitectónicas de talle ceremonial y un homenaje evidente e infinito (como el verde que envolvió ese atardecer único) a Kansaï Yamamoto. Porque Ghesquière no olvida que si Japón llegó a París, a su vida y al armario de muchos fue por él.
El propio Yamamoto estaba sentado en el front
row, con un traje de color rojo, entre otros notables que asistieron al desfile del modisto francés, como Michelle Williams, Jennifer Connelly, Sophie Turner e Isabelle Huppert.