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La fuerte caída en la bolsa de Wall Street como consecuenc­ia de los últimos escándalos de Donald Trump, y el soterramie­nto de las vías de Rodalies a su paso por Montcada.

LA llegada de Donald Trump a la Casa Blanca fue recibida con alborozo por Wall Street. Sus promesas de desregulac­ión, recorte fiscal e ingentes inversione­s infraestru­cturales hicieron creer que se avecinaba una época de relanzamie­nto económico. No han pasado cuatro meses –se cumplen mañana– desde la toma de posesión presidenci­al y la tendencia parece haberse invertido. El miércoles la bolsa neoyorquin­a sufrió su peor sesión en ocho meses. El índice de volatilida­d subió un 20% y frenó a los inversores. Y el dólar perdió la revaloriza­ción que había obtenido desde la victoria electoral de Trump en noviembre.

Las causas de esa retracción económica son de orden político. La conducta errática e impulsiva de Trump, sus desplantes de fanfarrón y el frecuente recurso a la mentira no constituye­n novedad. De hecho, han caracteriz­ado su presidenci­a desde primera hora, y han ido generando dudas sobre su aptitud para el cargo. Pero las últimas revelacion­es han tenido ya efectos tangibles en la marcha de la economía de Estados Unidos. Los mercados estiman que las maneras de Trump no permiten la mínima estabilida­d necesaria para la buena marcha de los negocios. Y aunque la posibilida­d de un

impeachmen­t se estima lejana, empieza a generaliza­rse la idea de que Trump constituye un grave problema.

La gota que ha colmado el vaso ha sido una sucesión de revelacion­es periodísti­cas, desgranada­s esta semana. El lunes supimos que Trump compartió con el ministro de Exteriores ruso informació­n confidenci­al sobre el Estado Islámico que le confió Israel. El martes, que Trump presionó al director del FBI, James Comey, al que después despidió, para que detuviera la investigac­ión sobre el consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, que tuvo que dimitir por sus conexiones con Rusia. El miércoles, que el Departamen­to de Justicia decidió nombrar a Robert Mueller, exjefe del FBI, como fiscal independie­nte para dirigir una investigac­ión extraordin­aria sobre la presunta intromisió­n rusa en la campaña electoral y, en concreto, para saber si hubo un nexo entre el equipo de Trump y los ciberataqu­es de factura rusa contra el Comité Nacional Demócrata. Ayer, por último, trascendió una conversaci­ón del 2016 entre dos líderes republican­os, Kevin McCarthy y Paul Ryan, en la que el primero le decía al segundo que Putin pagaba a Trump. Si Mueller avanza en sus investigac­iones y logra probar que Trump trató de obstruir la investigac­ión federal sobre Flynn –un comportami­ento anticonsti­tucional–, su futuro en Washington podría nublarse mucho.

Trump protestó ayer, victimista, diciendo que estaba sufriendo la peor caza de brujas. Lo cual no es cierto. Sí lo es, en cambio, que ningún presidente de EE.UU. cometió tantos desatinos en tan poco tiempo ni suscitó tantas sospechas de connivenci­a con Rusia.

El hecho de que los mercados reaccionen negativame­nte ante la deriva de Trump es significat­ivo. Pero el problema no termina ahí. Porque la conducta del presidente erosiona también la imagen y la credibilid­ad de la Casa Blanca y de Estados Unidos. No sólo en Europa, donde la elección de Trump ya fue acogida con tanta sorpresa como reserva. También en EE.UU. Es ocioso recordar que el aprecio del que goza Trump entre los demócratas es escaso. La pelota está pues, ahora, en el tejado de los republican­os, que controlan las dos cámaras, y que antes o después deberán elegir entre mantener a Trump o frenar el descrédito que sufre el país.

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