La filia de la fobia
Para combatir la querella de la Fiscalía, la consellera Meritxell Borràs ha declarado que el Gobierno español tiene urnafobia (en realidad dijo urnofobia, pero, vaya, ya se entiende). A diferencia de otros políticos, que encuentran en el paroxismo de la judicialización la excusa para expresarse con una oratoria gastrointestinal, Borràs habló con claridad y sin perder la elegancia de festival de verano ampurdanés que la caracteriza. La urnafobia es un neologismo que se inscribe en la moda de añadir fobia a cualquier concepto para conseguir denominaciones efectistas y de fácil contagio. Ya sea en su acepción de miedo irracional y enfermizo o en la de odio y antipatía, la definición funciona como instrumento dialéctico para desactivar posiciones intransigentes.
La publicidad institucional reciente, sin ir más lejos, incluye un spot que nos alerta contra los peligros intolerantes de la homofobia, la bifobia y la transfobia. Y en otros debates es habitual que unos interlocutores acusen a sus adversarios de
demofóbicos, que es un atajo eficaz para preservar el mal rollo declarativo que sustituye a la toma de decisiones. La facilidad funcional de estos neologismos, al igual que los muebles de Ikea, produce una excitación especial y propicia que quien los utiliza se sienta más ocurrente de lo que es. Inicialmente, las fobias se diagnosticaban a través de un consenso académico que, con los años, se ha flexibilizado hasta convertir patologías minoritarias (y a menudo hipotéticas) en elementos de una lista cada vez más infinita. Si hoy consultamos cualquier lista de fobias, encontraremos las más comunes y científicas pero también extravagancias como la genofobia (miedo a las rodillas) o la escatofobia (miedo a la materia fecal), introducidas por aclamación o inspiración popular. Si alguna vez os quedáis atrapados en un atasco en compañía de niños que ya no tienen batería en el móvil, podéis jugar a imaginar fobias domésticas verosímiles. Croquetofobia, por ejemplo, sería la antipatía por las croquetas (especialmente por las que se siguen sirviendo con el núcleo negligentemente congelado), stultifobia sería el pánico a la estupidez (sobre todo la que no nace de un instinto congénito sino de la premeditación) y la pinkifobia sería el miedo irracional a esta degradación formal y conceptual del ancestral calcetín.
Las combinaciones posibles son lo bastante frívolas como para consolidarse en el debate público, que siempre prefiere los golpes de efecto a la sustancia argumentada. Y, en política, el uso de la fobia como coletilla de cualquier apellido de un adversario se adapta perfectamente al panorama. Desde Rufián a Albiol pasando por Rabell, Arrimadas, Rovira, Turull o Salellas, todos son candidatos a sufrir la onda expansiva de la
fobiafilia. Ah, y puestos a ser precisos, la Fiscalía no sería estrictamente urnafóbica sino listadelacomprafóbica, ya que lo que pretende convertir en delito no es tanto el acto de comprar urnas como el de hacer una lista de la compra que incluye las urnas.
Inicialmente, las fobias se diagnosticaban tras un consenso académico que se ha flexibilizado