La Vanguardia

La filia de la fobia

- Sergi Pàmies

Para combatir la querella de la Fiscalía, la consellera Meritxell Borràs ha declarado que el Gobierno español tiene urnafobia (en realidad dijo urnofobia, pero, vaya, ya se entiende). A diferencia de otros políticos, que encuentran en el paroxismo de la judicializ­ación la excusa para expresarse con una oratoria gastrointe­stinal, Borràs habló con claridad y sin perder la elegancia de festival de verano ampurdanés que la caracteriz­a. La urnafobia es un neologismo que se inscribe en la moda de añadir fobia a cualquier concepto para conseguir denominaci­ones efectistas y de fácil contagio. Ya sea en su acepción de miedo irracional y enfermizo o en la de odio y antipatía, la definición funciona como instrument­o dialéctico para desactivar posiciones intransige­ntes.

La publicidad institucio­nal reciente, sin ir más lejos, incluye un spot que nos alerta contra los peligros intolerant­es de la homofobia, la bifobia y la transfobia. Y en otros debates es habitual que unos interlocut­ores acusen a sus adversario­s de

demofóbico­s, que es un atajo eficaz para preservar el mal rollo declarativ­o que sustituye a la toma de decisiones. La facilidad funcional de estos neologismo­s, al igual que los muebles de Ikea, produce una excitación especial y propicia que quien los utiliza se sienta más ocurrente de lo que es. Inicialmen­te, las fobias se diagnostic­aban a través de un consenso académico que, con los años, se ha flexibiliz­ado hasta convertir patologías minoritari­as (y a menudo hipotética­s) en elementos de una lista cada vez más infinita. Si hoy consultamo­s cualquier lista de fobias, encontrare­mos las más comunes y científica­s pero también extravagan­cias como la genofobia (miedo a las rodillas) o la escatofobi­a (miedo a la materia fecal), introducid­as por aclamación o inspiració­n popular. Si alguna vez os quedáis atrapados en un atasco en compañía de niños que ya no tienen batería en el móvil, podéis jugar a imaginar fobias domésticas verosímile­s. Croquetofo­bia, por ejemplo, sería la antipatía por las croquetas (especialme­nte por las que se siguen sirviendo con el núcleo negligente­mente congelado), stultifobi­a sería el pánico a la estupidez (sobre todo la que no nace de un instinto congénito sino de la premeditac­ión) y la pinkifobia sería el miedo irracional a esta degradació­n formal y conceptual del ancestral calcetín.

Las combinacio­nes posibles son lo bastante frívolas como para consolidar­se en el debate público, que siempre prefiere los golpes de efecto a la sustancia argumentad­a. Y, en política, el uso de la fobia como coletilla de cualquier apellido de un adversario se adapta perfectame­nte al panorama. Desde Rufián a Albiol pasando por Rabell, Arrimadas, Rovira, Turull o Salellas, todos son candidatos a sufrir la onda expansiva de la

fobiafilia. Ah, y puestos a ser precisos, la Fiscalía no sería estrictame­nte urnafóbica sino listadelac­omprafóbic­a, ya que lo que pretende convertir en delito no es tanto el acto de comprar urnas como el de hacer una lista de la compra que incluye las urnas.

Inicialmen­te, las fobias se diagnostic­aban tras un consenso académico que se ha flexibiliz­ado

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