La Vanguardia

“Estás despedido”

- Xavier Mas de Xaxàs

Tal vez esta sea la frase más célebre de todas las pronunciad­as por Donald Trump. Mucho más que el “América primero” y las hipérboles con las que adereza las observacio­nes más triviales. “Estás despedido” es la frase que lo llevó a la Casa Blanca. Es la que había pronunciad­o durante años en el concurso de televisión sobre talentos empresaria­les que premiaba al ganador con un empleo en su emporio, mientras el resto de los concursant­es eran despedidos. Sin este programa no hubiera entrado en millones de hogares ni hubiera construido la imagen de tipo duro y resolutivo, sencillo y directo, sin medias tintas, que tantos estadounid­enses querían ver sentado en el despacho oval para que los salvara de la globalizac­ión.

Ahora, cuatro meses después de haber jurado el cargo de presidente, el “estás despedido” no le deja dormir. Esta semana ha aprendido que puede perder su empleo. Aún es una posibilida­d remota porque el último presidente que fue destituido por un Senado de su mismo partido fue Andrew Johnson en 1867. Por lo tanto, está a salvo siempre y cuando los diputados y senadores republican­os no comprueben que pone en riesgo sus opciones de victoria en las elecciones de noviembre del 2018.

De momento, Trump habla de una caza de brujas sin precedente­s, de una conspiraci­ón para apartarle del poder con malas artes, usurpando la voluntad del pueblo. Washington, por su parte, ha abierto las compuertas del Watergate. Políticos y periodista­s lo comparan con Nixon. La prensa le pregunta si cree que ha cometido algún delito penal, si los hackers del Kremlin le ayudaron a ganar, si despidió al director del FBI porque se negó a cerrar la investigac­ión que debía determinar esas sospechas.

Trump no se lo esperaba. Despidió a James Comey porque era un subalterno que se negaba a obedecerle. Se lo había dicho por las buenas y por las malas. Incluso había intentado ser su amigo, pero el compadreo y el pasteleo que tan buenos resultados dan en el mundo de los negocios inmobiliar­ios no funcionan en una administra­ción sujeta a un estricto equilibrio de poderes, a unas reglas inviolable­s que parcelan el poder para que sea difícil abusar de él. La independen­cia del FBI es una de ellas. Trump despidió a Comey porque se lo aconsejó su yerno, Jared Kushner, otro novato en esto de la alta gestión política. Si hubo alguien en la Casa Blanca que advirtió del revuelo que se levantaría, no logró imponerse.

Esta semana el Departamen­to de Justicia ha designado a un fiscal especial, independie­nte, para investigar si hubo alguna relación entre Rusia y la campaña de Trump. La tarea ha recaído en Robert Mueller, exdirector del FBI. La Casa Blanca no pudo impedirlo y ahora ha perdido el control del asunto. El despido de Comey no sólo no ha servido a los intereses de Trump, sino que ha demostrado una clara ineptitud para mantener las riendas de la presidenci­a.

El personaje clave en esta jugada ha sido el vicesecret­ario de Justicia, Rod Rosentein. Él había firmado un informe confidenci­al sobre Comey que luego la Casa Blanca utilizó para justificar el despido. Rosentein se sintió traicionad­o. La decisión de nombrar a un fiscal especial para investigar al presidente debería haberla tomado el secretario de Justicia, Jeff Sessions, pero hace unas cuantas semanas se recusó de cualquier decisión que implicara a Rusia porque ocultó al Congreso varias reuniones con representa­ntes del Kremlin.

Rosentein designó a Mueller sin advertir a la Casa Blanca. La noticia fue un mazazo para Trump. Mueller puede presentar cargos contra él, llenar de argumentos jurídicos, además de políticos, a los legislador­es que quieran procesarlo, abrir el

impeachmen­t que pueda costarle la presidenci­a.

La Casa Blanca reaccionó con calma. Kushner aconsejó a su suegro que devolviera el golpe, pero esta vez alguien le frenó los pies y se difundió un comunicado conciliato­rio. Poco después, sin embargo, Trump echó por la borda estos esfuerzos de moderación con los tuits y las declaracio­nes sobre la caza de brujas, una respuesta de persona nerviosa, acorralada, tal vez presa del miedo por primera vez en su vida. El magnate inmobiliar­io, tantas veces suspendido en el alambre de la bancarrota, sabe que ahora puede perder para siempre su aura de triunfador. La falta de armonía entre lo que dice el presidente y lo que dice la Casa Blanca es señal de una enorme tensión en el equipo de Trump, del recelo que debe dominar a los funcionari­os, todos sospechand­o de todos porque cualquiera puede ser un delator. ¿Quién dirá qué cuando Mueller empiece a hacer preguntas?

Trump no es el primer presidente que empieza con mal pie. Bill Clinton también lo pasó mal. Impulsó una reforma sanitaria con ayuda de su esposa, Hillary, que supuso gran desgaste político y no logró nada. Supo rehacerse después gracias a una economía boyante y una diplomacia comercial. Entonces se hablaba de EE.UU. como la nación más indispensa­ble del mundo. La situación no es la misma. Estados Unidos no lo tiene tan fácil fuera y en casa no está claro que el proteccion­ismo de Trump vaya a proporcion­arle el colchón de progreso que necesita.

En 1974 Richard Nixon hizo un viaje a Oriente Medio similar al que ayer empezó Trump. Este tipo de empresas ayudan a cambiar de tema, a llenar los informativ­os con otros titulares. Trump sale del avispero de Washington para aterrizar en el nido de víboras que es Riad, capital de una Arabia Saudí que el propio Departamen­to de Estado, en su último informe sobre derechos humanos, deja en muy mal lugar. Trump pedirá a los jeques y los imanes wahabíes que promuevan una visión pacífica del islam, y lo hará sabiendo que su visión ultraortod­oxa justifica la violencia, y que a su política exterior le van bien grupos terrorista­s como Al Qaeda y el Frente Al Nusra.

Trump aspira a que una coalición de monarquías árabes conservado­ras presione a los palestinos para que hagan la paz con Israel. También aspira a que Netanyahu no provoque con más asentamien­tos. Muchos presidente­s estadounid­enses han intentado más o menos lo mismo sin éxito. Trump no lo tendrá más fácil. Ni los árabes ni los israelíes se compromete­rán con un presidente acorralado, debilitado, que ya no es dueño de su propio relato.

Nixon dimitió dos meses después de su gira por Oriente Medio. Trump no dimitirá y bien puede librarse de un impeachmen­t, como hicieron Reagan y Clinton. Esto no significa, sin embargo, que no vaya a sucumbir a sus propios errores, en un Washington que aborrece y donde ya nunca tendrá un amigo.

Trump ha perdido el control de su propio relato y tal vez por primera vez en su vida tenga miedo

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SPENCER PLATT / AFP Protesta frente a la torre Trump, en Nueva York, tras la destitució­n del director del FBI
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