Libertad de expresión y política
CARLES Puigdemont, presidente de la Generalitat, tiene previsto dar una charla el lunes en el Ayuntamiento de Madrid, en la que expondrá su propuesta de referéndum pactado. Esta convocatoria ha sido mal recibida por el Partido Popular. Su grupo municipal convocó ayer un acto en protesta contra la decisión de la alcaldesa Manuela Carmena de alquilar una sala del Ayuntamiento al president para que hable. En el transcurso de dicho acto de protesta, celebrado también en el Consistorio capitalino, la vicesecretaria del PP Andrea Levy acusó a la alcaldesa de ser la “horma del zapato” del independentismo y de “poner la alfombra roja” a quienes, en su opinión, quieren dividir a los españoles. El deseo último de los reunidos era que el lunes se impidiera hablar a Puigdemont –al que acompañarán el vicepresident Junqueras y el conseller Romeva– en la sede del Ayuntamiento. Por su parte, Carmena había declarado que decidió alquilar la sala a Puigdemont “para que los catalanes sepan que Madrid está siempre abierto para ellos y también lo está para las vías de encuentro para resolver una confrontación que nadie quiere”.
No hace falta ser partidario de la independencia para reconocer más sensatez en las palabras de la alcaldesa Carmena que en las de quienes la critican por permitir el ejercicio de la libertad de expresión en la institución que dirige. Los ciudadanos que peinan canas recuerdan que en los primeros años de la transición había un amplio consenso entre las fuerzas democráticas sobre la necesidad de defender siempre la libertad de expresión. No se fomentaba entonces, entre quienes se consideraban demócratas, la idea de restringirla. Ahora, según algunos representantes del Partido Popular, habría que evitarla en determinados escenarios. No nos parece que ese sea un mensaje acertado.
Con la misma convicción con que afirmamos que ese no es un mensaje acertado, afirmaremos que el gesto de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, mediante el cual invitó a Puigdemont a debatir el referéndum en el Congreso de los Diputados, constituye una acción positiva. Es verdad que previamente la Generalitat había solicitado convocar el acto que nos ocupa en el Senado, y que dicha petición no fue atendida como se requería. Pero es necesario valorar más los movimientos que nos acercan a una solución del conflicto que los que nos alejan de ella. La oferta de la vicepresidenta está entre los primeros. También lo estuvo la reacción, a media tarde de ayer, de Puigdemont, cuando agradeció tal oferta de Sáenz de Santamaría. Por más que acto seguido dejara claro que no iba a aceptarla sin un pacto previo sellado con el presidente del Gobierno. Y por más que en el acto celebrado también ayer por la tarde en Barcelona, a modo de colofón de la campaña del Pacte pel Referéndum, se apostara de nuevo por el tono reivindicativo y de protesta contra el quietismo del Gobierno central.
Las protestas de uno y otro signo suelen ser en nuestro país lo suficientemente ruidosas como para impedir escuchar otra petición a los políticos no menos extendida y sin duda no menos pertinente: hagan política. El modo en que el conflicto catalán avanza hacia una fase aguda, para la que se anuncian opciones unilaterales, es consecuencia directa de ese déficit de política entendida como instrumento para el diálogo y la transacción. Un déficit que puede tener graves consecuencias para Catalunya y para España.