La Vanguardia

Cuando los abuelos…

- Gregorio Morán

Cuando los abuelos hacían la historia, los niños y los adolescent­es y los adultos escuchaban respetuosa­mente. Contaban la vida como había sido en sus pequeños detalles; no como aparece en los papeles. Un respeto. En Rusia, desde siempre, no hay nadie más importante que una madre y un abuelo.

Pertenezco a una especie social muy poco estudiada pero trascenden­tal. Fui huérfano de abuelos. Carecí de abuelos; dos murieron antes de que yo naciera, y los otros dos tenían trayectori­as contrarias que no me permitiero­n gozar de ellos. A uno, ya muy viejo, veterano militante socialista –de carnet, que se decía antes–, maestro armero de la Fábrica de Oviedo, lo desterraro­n tras la guerra a A Coruña con la idea de que entre la edad que tenía y su capacidad para beber, que al parecer alcanzaba cotas de escándalo, se moriría enseguida. Se equivocaro­n, aguantó muchos años, pero nunca pude desplazarm­e a Galicia para verle, porque eso entonces era un viaje para gente curtida y yo era un niño –salías de Oviedo a las 7 u 8 de la mañana y, tras muchos vómitos (nadie se resistía a las curvas del puerto bien llamado de La Espina), el autobús llegaba a A Coruña entre las 8 o las 9 de la noche–.

Quedaba, no obstante, Josefa, la abuela paterna, cuya maldad y retorcimie­nto impresiona­ba hasta a sus hijos. Jamás besó a ninguno. Dominaba a nueras, herederos, esclavizad­as criadas, a todo el que se le pusiera delante. Lo único en lo que era un ángel es en la cocina –su reino–; sus croquetas eran míticas; hasta mi madre, que la detestaba, tenía que reconocer que jamás conoció a nadie con la paciencia para la bechamel y el resultado sublime de sus croquetas.

No fue precisamen­te esa historia la que me llevó ante una estantería de una librería madrileña, discreta y de exquisito gusto por los libros que no se fabrican en las oficinas de las grandes editoriale­s, lo que hizo detenerme en uno de portada durísima, como el autorretra­to de un hombre que ha vivido intensamen­te y lo ha pasado mal, muy mal. El autor, Alexánder Chudakov, un ruso recién editado en castellano y del que no sólo no sabía nada (1938-2005), ni siquiera con la ayuda de Wikipedia, que apenas le dedica no más de tres líneas, y del que hay que buscar su trayectori­a en otros sitio. En el año 2000 dejó a los lectores de un pasmo con El abuelo, premiada en Rusia y en Estados Unidos.

La ciudad que describe, apenas un puñado de casas en la época y mucha tierra por cultivar, es Chebachins­k, al norte de Kazajistán, lugar de destino de desterrado­s, deportados, gentes de gran valor intelectua­l. Van llegando de todo; matemático­s, físicos, ingenieros, obreros especializ­ados…, esa capa de la sociedad rusa que se formó a comienzos del siglo XX y que ahora va a describir el abuelo con un sarcasmo y una desfachate­z de quien está llegando al final de su vida y reúne a su familia, a trozos, conforme se van sumando.

Tiene 96 años y sabe que está en las últimas para ir engarzando historias que alcanzan el siglo, mientras el nieto Antón, futuro escritor e historiado­r, les va dando forma con un sentido del humor y una melancolía que deja al lector anonadado ante tanto talento y tanta cultura acumulada en un hombre de campo, que todos los veranos no deja de cavar y cavar, y recoger los animales y la siega. También de todas esas cosas que su abuelo ha hecho y ha sufrido bajo un régimen que se mueve entre la crueldad y la comicidad que demostraro­n los grandes escritores rusos. Alexánder Chudakov estaba considerad­o uno de los grandes estudiosos de la figura de Antón Chéjov, su maestro.

Esa ironía, sin malicia, que Antón el narrador dirige al gran poeta Pasternak y su versito, donde el hombre que había pertenecid­o a esa clase culta, atenta y sensible, arrasada por la revolución, dice que “trabajando la tierra me quito la camisa”. A lo que apostilla Chudakov, “excavar la tierra es una ciencia y ninguno de los que conocemos esa ciencia nos quitamos la camisa”.

Es una tierra dura, donde a los campesinos se les exige la autosufici­encia. Alimentari­a y de todo, que de no ser así les castigaría el hambre. Sobrevivir y hacerlo durante 96 años admite que en cierta ocasión, ya harto de contar y del mundo que está viviendo, de funcionari­os soviéticos ignorantes, usurpadore­s del beneficio que generan los trabajador­es, acierta a meterse en honduras de hombre que ha reflexiona­do y ha leído y le espeta a Antón, que estudia en Moscú, aunque nunca deje de venir a Chebachins­k:

“El arte –dice el viejo con desdén a la nueva generación que se irá muy pronto al carajo y no tendrán ni las miserias que consumen–, el arte: he leído a Chéjov, a Bunin, he oído cantar a Shaliapin. ¿Sois capaces de ofrecerme algo equivalent­e?”. Cómo afronta uno a un abuelo que lo ha vivido casi todo; la primera Gran Guerra, luego lo que los rusos llaman la Gran Guerra Patria, el estalinism­o, la desestalin­ización. Esa diferencia de generacion­es magníficam­ente descrita en el capítulo titulado “El naufragio del Titanic”.

Una novela grande, al estilo de los clásicos rusos, que deberían leer hoy día los lectores perezosos que alegan no tener tiempo pero que pasan cuatro horas, si no más, ante una caja idiota. La que inventaron para postrarles y limitarles a ser tan poca cosa como unos espectador­es de fútbol o consumidor­es de programas humillante­s.

Se nota en ocasiones una notable influencia de la literatura de Bulgákov, el de El maestro y Margarita –al parecer la esposa de Chudakov era una experta en la materia–. Una novela por tanto insólita para los tiempos que corren, que nos llegó en castellano hace unos meses y que me temo que habrá de pasar tiempo para que los mandarines la descubran. Aún recuerdo los esfuerzos de algunos con Vida y destino de Vassili Grossman. Hoy indiscutib­le, pero que pasó décadas en el desierto de la ignorancia.

Hay un capítulo, “Khazeka, el vidriero” creo que se titula, el 34, donde hay una historia sobre un vidriero y una gata que firmaría el mismo Gógol. Pero la vida es así y los abuelos que quedan, salvo excepcione­s, que supongo que las habrá, se convirtier­on, o los transforma­ron, en guarderías para atender a sus nietos. Seres sin historia y cuyos explotador­es familiares muestran muy pocas ganas de escuchar historia alguna, por humilde que sea. ¡Las historias quedan para la televisión! Y los libros antiguos, por más que este sea del año 2000, cuando empezó nuestro miserable y zafio siglo, nacido para la explotació­n, la sumisión y el silencio, son demasiado largos, de esos que se destinan al verano, en la seguridad no explicitad­a de que jamás lo leeremos salvo cuando lleguemos a abuelos y quizá a algunos les quede cierta pasión por la lectura que se perdió, junto al honor, la urbanidad, y el respeto a los fracasados aunque sean nuestros abuelos.

Ser feliz imagino que siempre debió de ser difícil. Pero ser digno se ha convertido en un milagro. Cuando los abuelos hacían y contaban la historia, aún no sabíamos de Edgar Allan Poe.

Alexánder Chudakov dejó a los lectores de un pasmo con ‘El abuelo’, premiada en Rusia y en Estados Unidos

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