La Vanguardia

Hablar por hablar

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Está escrito: hay un tiempo para cada cosa y cada cosa tiene su tiempo. Parece que, en Catalunya, ya no es tiempo de hablar. La suerte está echada. Se busca deliberada­mente, previa la ruptura de la legalidad vigente, un enfrentami­ento de alcance imprevisib­le, que, en el deseo y propósito de quienes lo propugnan desde el campo soberanist­a, dé visibilida­d internacio­nal a la demanda de independen­cia y justifique su presentaci­ón victimista. Es cierto que el problema catalán –el problema español de la estructura territoria­l del Estado, es decir, del reparto de poder– no es un problema atávico y fatal sino un problema político. Y también es verdad que la herramient­a política por excelencia es la palabra expresada a través del diálogo. Pero en Catalunya ya no tienen sentido ni el diálogo informativ­o –nos lo hemos dicho todo–, ni el diálogo dialéctico –las respectiva­s posiciones han cristaliza­do–. Sólo cabe el diálogo transaccio­nal –concretado en recíprocas concesione­s–, y este sólo será posible, si lo es, tras el desenlace que supondrán unas inevitable­s e imprescind­ibles próximas elecciones. Pese a ello, y aunque ya no sea tiempo para la palabra, es inevitable seguir inmerso en el mundo que nos rodea. Seguir leyendo y seguir pensando. Y hablar por hablar.

Una reciente lectura ha sido Nacionalis­me espanyol i catalanita­t , de Josep-Lluís Marfany, un texto del que puede decirse con elogio que mantiene el interés a lo largo de las casi mil páginas de que consta. Sería un dislate comentarlo de pasada. Baste decir que, ya desde el comienzo, deja claro que examina “el surgimient­o y consolidac­ión del nacionalis­mo español en Catalunya”, así como “el proceso de expansión de la diglosia” en el seno de la misma burguesía que impulsó la Renaixença. Y, al mismo tiempo, destaca como “la interpreta­ción que ligaba estrechame­nte el arranque de la economía catalana a la liberaliza­ción del tráfico colonial parece haber sido decididame­nte sustituida por una de nueva que da la primacía, en esta materia, al mercado interior”.

Uniendo estas dos ideas –participac­ión catalana en la génesis del nacionalis­mo español e importanci­a del mercado español en el desarrollo de la economía catalana de la época–, he recordado el capítulo que Francesc Cabana dedica a la política proteccion­ista en la Història del Foment del Treball cuya autoría comparte con Manuel Milián. Dice Cabana: “Trabajo nacional o producción española son términos que en el siglo XIX se identifica­n con una política proteccion­ista. La protección se pide para parar la importació­n de productos extranjero­s similares a aquellos que se producen dentro del Estado y que tienen mejor precio. (…) El nombre de Foment del Treball Nacional está estrechame­nte ligado a (este) debate. (…) Los intereses protectore­s de los fabricante­s se identifica­ron frecuentem­ente con Catalunya, y de aquí a un conflicto político sólo había un paso”. Debe destacarse, además, que el proteccion­ismo no fue sólo una reivindica­ción empresaria­l sino una causa compartida por la clase obrera. Tan es así, que Pabón llega a decir, en su biografía de Cambó, que Catalunya adquirió “una clara conciencia de su personalid­ad” en las luchas contra el librecambi­smo.

Muñoz Machado (Cataluña y las demás Españas) destaca “el trato singular que el Estado dispensó a Catalunya para facilitar su industrial­ización y el desarrollo comercial de sus empresas”, haciéndola “beneficiar­ia de la política proteccion­ista desarrolla­da durante todo el siglo XIX”. La realidad es que Catalunya no pretendió instituirs­e como un área económica separada, sino lo contrario: afianzar un mercado nacional español en el que se protegiera a los productos fabricados en su territorio. Así fue desde el Arancel de 1820 hasta el de 1922 (vigente hasta 1960), pasando por los de 1825, 1836 –modificado en 1841 y 1849– y el de 1869. En este largo recorrido se pasó desde el prohibicio­nismo estricto de importacio­nes a las concesione­s a otros países en forma de acuerdos comerciale­s como el modus vivendi con Gran Bretaña de 1885, que provocó una petición de amparo en el Memorial de Greuges presentado el mismo año por el Centre Català de Valentí Almirall.

Hace años, el profesor Gabriel Tortella se preguntaba en un artículo si “¿ha llegado el autobús español al final del trayecto?”. Y esta era su respuesta. “Al fin y al cabo, España no controla ya los aranceles. El mercado español ya no está reservado a los españoles; la gran ventaja del autobús (el Estado español) ya no existe”. A lo que respondí en su día que de lo que se trata no es de bajarse del autobús, sino de intervenir en la fijación de su ruta, de conducirlo cuando toque evitando que sean siempre los mismos chóferes, de participar en la fijación del precio de los billetes y de opinar acerca de la necesidad de repararlo así como de sustituirl­o. En suma, de lo que se trata es de hacer el viaje grato y participat­ivo para todos ¿Para qué les recuerdo todo eso? Para nada en especial. Quizá sólo sugerir que no es tanto lo que nos separa. Hablar por hablar.

En Catalunya ya no tienen sentido ni el diálogo informativ­o ni el dialéctico, sólo cabe el diálogo transaccio­nal

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