El secreto del padre Batllori
Hay libros que, tan pronto los hojeo, ya me dicen dónde debo leérmelos. Los casos más obvios son los que se pueden relacionar con un viaje. Leer El laberinto de la soledad de Octavio Paz durante las horas de avión que separan Barcelona de México enriquece el trayecto. En ocasiones no hay que ir tan lejos. Es el caso de
La carpeta és blava de Adrià Pujol Cruells (Labreu), una sorprendente mezcla de diálogo socrático y divagaciones presocráticas acerca del humorismo, con especial énfasis en una variante ampurdanesa del tema. Meses atrás, leí su Guia sentimental de l’Empordanet (Pòrtic) sin moverme de casa, a distancia del territorio cartografiado. Leí que algunos indígenas dejaban perplejo al visitante con una actitud desconcertante que el autor denominaba collonar, un infinitivo que no aparece en los diccionarios, aunque en el DIEC esté la planiana collonada (hecho o dicho extravagante) y una acepción de colló remita a alguien de pocas luces. Pujol Cruells le dedica trescientas páginas, en el marco de una amplia reflexión sobre el humorismo. Se puede decir que lo define por aspersión, remojando al lector desde todos los ángulos: “Al final, reír es un me gusta y llorar es un no me gusta. Y collonar es no moverse de la línea que los separa, equilibrismo ampurdanés. Collonar y no mojarse del todo nunca”.
Leí buena parte de La carpeta és blava entre Begur y l’Escala. En el hotel Can Català de l’Escala avancé mucho en la comprensión del collonar. Habíamos dejado el coche en el patio interior y le pregunté al dueño si entraba en el
‘Al final, reír es un me gusta y llorar es un no me gusta; y ‘collonar’ es no moverse de la línea que los separa”
precio de la habitación. Me dijo que sólo si lo había aparcado entre las líneas pintadas en el suelo. No lo decía con sorna, sino con preocupación sincera. Le respondí que sí y le pregunté si de noche cerraban la puerta del aparcamiento. Se puso tensó y asintió: sólo podríamos entrar hasta las doce; si llegábamos más tarde deberíamos dejarlo en la calle. Entonces, no sé por qué, le pregunté a qué hora de la mañana abrían la puerta, no fuera que al día siguiente se nos ocurriese irnos muy pronto, y su respuesta me hizo entender de golpe el sentido último del verbo collonar. Dijo que salir nunca sería un problema. Que si yo llegaba a las tres de la madrugada con el coche no me dejaría entrar, pero en cambio si quería sacarlo del aparcamiento a las tres de la madrugada me abriría la puerta. Entrar o salir, este es el dilema. Sostiene Pujol Cruells que “el collonar y la locura son organismos que admiten transfusiones del mismo grupo sanguíneo, entre parientes” y apela al método paranoico-crítico de Dalí en comparación al surrealismo melifluo de Breton. En el balcón de Can Català, deslumbrado por el sol y por la prosa, me zampé media carpeta azul recordando la respuesta del ínclito Miquel Batllori cuando alguien, en Valencia, le preguntó por el secreto de su longevidad: “siempre me he tomado la vida con humorismo transcendente”, nos dijo el erudito.