La hermenéutica de Wembley
El aniversario de los 25 años de Wembley 92 no llega en el mejor momento. El desenlace liguero y la sensación de haber dilapidado parte de la temporada interfieren en la alegría. La directiva tampoco transmite la convicción demostrada por otros proyectos y vive la efeméride como un trámite (el programado diminutivo de partidet es sintomático). En privado, algún directivo afirma que Wembley’92 es el título más celebrado de nuestra historia y que no es fácil asegurar una convocatoria que no decepcione.
El homenaje al dream team, sin embargo, debería formar parte de una educación sentimental que, en la tribu culé, aún necesitará un par de generaciones para fosilizarse como evidencia totémica y superar con naturalidad el abismo entre quienes lo vivieron y quienes lo consideran una remota batallita. Quizás por eso el entorno del homenaje tiene que combinar el énfasis mediático retroactivo, el celo de los albaceas del Estilo, que deben aprender a administrar la ausencia de Cruyff, la obligación institucional mecanizada y un reducto recalcitrante que sospecha que la memoria de Wembley está secuestrada por una parcialidad poco ecuménica. Como motor emocional, se apela a la nostalgia y a la temeraria frase según la cual todos sabemos qué estábamos haciendo el 20 de mayo de 1992, como si a nivel de sismología colectiva Wembley equivaliera al magnicidio de Kennedy. El problema es que hay miles de culés que no recuerdan dónde estaban, bien porque aún no habían nacido o eran demasiado pequeños, bien porque son demasiado viejos para no sufrir las arbitrariedades de la memoria. Y hay otra razón, mucho más incontrovertible: desde Wembley los culés hemos vivido tantas alegrías y tan inimaginables que la referencia de 1992 ha perdido, pese a tener la grandeza irrepetible de las primeras veces, una trascendencia que sólo podrá preservarse con un continuado esfuerzo de pedagogía.
Por suerte podemos volver a ver la final por YouTube para entender, incluso a través de un partido mediocre (nada que ver con las obras maestras de Roma o Wembley 2011), cuál era el credo fundacional de aquel equipo. Pese a todo, reconocemos la presión en ataque, la movilidad (con un Guardiola que, como detalle visionario, lleva el dorsal 10) y una coordinación que propicia que todos remen a favor de un atrevimiento que nace en el banquillo y se encarna en la fuerza de jugadores como Koeman, Stoichkov, Bakero o Zubizarreta.
Pero la revisión de aquellas imágenes también nos golpea con inesperadas zonas de sombra. En el banquillo, el chicle de Toni Bruins consolidaba una de las uniones más creativas de la historia, la de Cruyff y Rexach. Cruyff murió prematuramente, pero la herida entre él y Rexach sigue abierta. La prueba es que parte de la hermenéutica margina a Rexach del protagonismo de la efeméride. En contrapartida, se eleva la monumental importancia de Cruyff a límites más mitológicos que humanos. Pero las imágenes más inquietantes están en el palco, con Jordi Pujol y Josep Lluís Núñez acumulando mandatos mucho antes de imaginar hasta qué punto estropearían sus biografías. Los acompaña un todopoderoso Juan Antonio Samaranch, a quien se regatea la posteridad de una calle, como si la historia de las ciudades la escribieran sólo los virtuosos del jogo bonito y no, también, los maestros del catenaccio. Y vemos a Pasqual Maragall saludando y comentando, incapaz de dejar de sonreír cuando nada hacía presagiar que la enfermedad lo expulsaría brutalmente del terreno de juego que más le gustaba. El único elemento que se mantiene ahí, impertérrito, es Ángel María Villar, que, tanto para el fútbol como para el cruyffismo, representa –con la persistente colaboración del Barça– lo que representa.
El homenaje al ‘dream team’ debería formar parte de la educación sentimental de los culés La revisión de aquellas imágenes también nos golpea con inesperadas zonas de sombra